30 de julio de 2012

Fúmese uno

Por Peter Molineaux

El senador Fulvio Rossi declaró la semana pasada que se fuma un pito un par de veces al mes. Esto despertó la furia de los reaccionarios y la esperanza del resto en que se pueda por fin despenalizar o incluso legalizar el consumo y quizás el autocultivo de marihuana. Suena Bob Marley de fondo.

Más allá del revuelo y la euforia, se instalan dos argumentos racionales clásicos. Uno de cada lado. Los que dicen que no, incluyendo al Ministro de Salud, Jaime Mañalich, postulan que es la droga de entrada para el consumo de sustancias más duras. Stepping stone, le dicen en Estados Unidos –una piedra para cruzar el río hacia drogas más adictivas y dañinas.

Del otro lado, el argumento estrella a favor de la marihuana ha sido que hace menos mal que el alcohol y el tabaco. Si la marihuana no mata a nadie, ¿por qué no legalizarla?

Lo que está en juego en ambos argumentos es el establecimiento de un límite más acá del cual se van a regular sustancias que tocan muy de cerca lo que el psicoanálisis ha llamado goce. Gozar es pasarlo bien, pero tiene el potencial para aniquilarnos. Las drogas están justo en ese límite: con un poco se pasa bien, con mucho se muere. Más todo lo intermedio.

Cuando Freud escribió El malestar en la cultura hacia el final de su vida, lo hacía tras la constatación de que las leyes que se imponían las culturas a si mismas tenían como fin garantizar algún grado de seguridad a los sujetos que solos no pueden defenderse ante las fuerzas de la naturaleza. Esa seguridad tiene un costo: la satisfacción plena de las pulsiones no será posible. Para vivir seguros hay que dejar una parte del goce en la puerta de la ciudad.

En la fundación de la civilización hay una ley universal que es la prohibición del incesto y del canibalismo. Esa prohibición es tan fundamental que ni siquiera está escrita en las leyes de los países. Es una ley tácita que proscribe la satisfacción de las pulsiones sexuales y agresivas más profundas. Encima de eso, cada cultura en particular se ha puesto de acuerdo sobre lo que se puede y lo que no se puede. Se regula cómo y hasta dónde se puede gozar con miras a mantener el pacto social.

Ese pacto –ceder goce a cambio de seguridad– produce malestar. Para sortear ese malestar los sujetos se las arreglan para gozar entre las grietas que dejan las reglas. Un poco más rápido en la carretera, más azúcar de lo recomendable, un ratito más después del despertador, unas copas, unos pitos... Lo que nuestra cultura le pide a la legislación nacional es poner el límite en un nivel que conjugue dos cosas: que no se rompa el pacto social y que los sujetos puedan recuperar algo del goce sacrificado a la civilización.

Hoy hay un desajuste en esta conjugación: lo que una buena parte de los chilenos consume para soportar el malestar está prohibido y la ley, en lugar de regular el goce, está contribuyendo a la proliferación de la violencia al declararle la guerra a las drogas. Esa guerra creó un enemigo feroz, armado y que no se rige por la lógica de la ciudad: el narco. Es un invento estadounidense: The war on drugs, título rimbombante y hollywoodense que puede leerse también como la guerra drogada. Estar "on drugs" es estar drogado: esa guerra necesita su droga para subsistir.

Lo que interesa de la discusión que reabrió el Senador Rossi es que se pone sobre la mesa la posibilidad de ajustar el pacto social para que permita que nuestras leyes contingentes regulen el goce al que acceden los sujetos a través de las drogas. La versión actual –la prohibición seguida del golpe autoritario– ha producido una guerra porque el goce es irreductible y retorna con violencia cuando no encuentra alguna vía de satisfacción.

Lo irreductible no se reduce al ser prohibido.

Del lado de la prohibición está ese argumento del stepping stone. Lo que hay que entender es que la barrera que se franquea al fumar marihuana no es la de las drogas –el alcohol también es una droga– sino la de la ley. Al usar drogas se pasa a ser parte del reverso de la ciudad, rompiendo el pacto social, y ese lugar tiene en sus extremos a los narcos. La piedra que se pisa para pasar al otro lado es la que se establece por ley en cada territorio.

El límite que fijan hoy las leyes chilenas no regula el goce que las drogas ofrecen a los ciudadanos. Cuando la mirada está puesta en el daño que provoca el uso excesivo de sustancias y cuando las políticas son de guerra, la ley deja de cumplir su función y el efecto puede ser catastrófico. Senador, fúmese uno. Hagamos una buena ley que regule en vez de prohibir.

La Rentabilidad hace la Felicidad

Por Antonio Moreno Obando

El día de ayer fuimos testigos de un particular anuncio en los medios de comunicación. La encuesta Casen dejó caer de las palabras del ministro Lavín indicadores que miden al fin el grado de felicidad de los chilenos. Al parecer estamos mucho más felices de lo que pensábamos estar, ya que pertenecemos a una comunidad que es capaz de ser feliz en un 7,2 de 10; y no sólo eso, uno de cada cinco chilenos dice estar “completamente satisfecho." Quizás usted no lo sospechaba, pero más de un compañero de trabajo o miembro de su familia vive en el frenesí epicúreo de la plenitud máxima y se lo estaba ocultando. Con estos aplastantes datos de la realidad que nos presenta el método científico, uno no logra explicarse bien de qué se queja la gente. Cuando se forjó el proyecto de la modernidad, ni el más optimista de los intelectuales ilustrados podrían haber esperado cumplir tan anhelados resultados.

Pero entre toda esta alegría surge una preocupación: el Ministro, que cuando fue alcalde alguna vez trajo la felicidad de la nieve y de la playa al proletariado de la urbe, esta vez pretende construir políticas sociales desde estos datos duros de la realidad, aclarando al mismo tiempo que no salgan los amargados de siempre a tratar de echar por tierra la reforma tributaria que se discutirá en el congreso.

Aunque esta optimista autoridad de gobierno tenga conocidas inclinaciones confesionales, hoy está parado sobre la sensibilidad de un célebre ateo amargado del siglo XIX como lo fue Auguste Comte. Aburrido de la especulación y de las conclusiones metafísicas del clero para justificar la riqueza, se le ocurrió que la ciencia dura debía prestar su lógica a los problemas sociales formando un logos para lo que en ese entonces se entendía por lo social. La idea era lograr acercar los problemas de la gente a la pureza lógica de los números, para así ya nunca más basar políticas sociales en cuentos de hadas, filosóficos, bíblicos, o cualquier otra superchería de época. Esto es lo que hoy conocemos como positivismo.

En la primera mitad del siglo XX, algunas conversaciones entre los intelectuales del círculo de Viena, recordando el espíritu de Comte, provocaron la equivalencia entre las palabras y los valores numéricos, con el fin de poder razonar con la ciencia, soluciones para los problemas sociales. Los primeros intentos por medir las actitudes producen métodos e instrumentos vigentes hasta estos días, aunque los problemas metodológicos en la implementación de ese entonces no parecen preocupar tanto a nuestros actuales expertos.

Pensando en que la felicidad, por ejemplo, fuera una actitud, tendríamos que dar una definición precisa tanto de esa cualidad que antecede una conducta como a las dimensiones que son relevantes de considerar frente a esa predisposición. La relevancia siempre está vinculada con algún interés, que en sus términos más elementales corresponde a lo que inquieta a quien investiga. ¿Qué inquieta a un hombre de ciencias cuando estudia la felicidad? ¿Es lo mismo que inquieta al ciudadano de a pie con su tedioso sentido común?

Cuando comenzaban los megafenómenos del siglo XX, aun se conservaba la esperanza de que las palabras con las que nos referimos a las cosas en clave científica significaran algo claro y preciso, porque solo así se lograría el control suficiente como para lograr la finalidad principal de la modernidad, la misma que hoy interesa a nuestro intrépido ministro: la Felicidad. Pero en aquellos años aun no resultaba la acumulación necesaria de respuestas claras y ordenadas para lograrla, solo había que sentarse a esperar una suficiente cantidad de verdad tras la permanente investigación empírica.

Sin embargo, hoy en día todo indica que durante este eterno siglo nos trasformamos en Penélope, porque esa verdad sobre lo social, cual galán prometido, jamás terminó de llegar, jugando con nuestras modernas esperanzas. A pesar de que algunos programadores expertos nos digan que basta con cambiar una palabra por la otra en nuestra mente para ser feliz, parece que todos tendemos a complicar innecesariamente las cosas.

El psicoanálisis tiene mucho que decir sobre estas complicaciones innecesarias. La formulación del inconsciente implica una manera de pensar un lugar para esas complicaciones. Desde el desconocido padecer corporal de la histeria, Freud piensa en la posibilidad de usar las palabras para abordar estas complicaciones innecesarias. Desde ese punto en adelante, se ha podido pensar utilizando la lingüística estructural de Saussure, un lenguaje que nunca termina de decir lo que quiere decir, lleno de contradicciones que debemos incorporar en nuestras vidas a modo de malos entendidos desde el momento de nacer y que nos hace amarrar nuestros impulsos a sus particulares e incompletas formas de designar y de comunicar. Sólo así podría entenderse por qué una persona puede quejarse de no tener algo que siempre ha tenido en su mano. ¿Es un idiota o realmente le pasa algo? Este mercado es ideal para los expertos, los cuales solo tienen que decir algo simple para que entienda el lego como respuesta: ¿No se da cuenta señora que la felicidad no la hace el dinero y que la ha tenido siempre en sus manos? ¿Por qué no se deja de… quejar?

Al revisar los instrumentos que recogen respuestas y miden percepciones, no es posible saltarse el interés que hay detrás al momento de hacer las definiciones operativas en las investigaciones. ¿Felicidad considerando qué cosa?


Por alguna razón que quizás ya sabemos por vivencias anteriores, la rentabilidad aparece en el centro de esta discusión. Los tributos que las grandes empresas deben pagar aparecen de alguna manera asociados a un interés por medir la felicidad de los ciudadanos. La dimensión del bienestar subjetivo de la encuesta Casen, surge desde la lógica de un instrumento de satisfacción del cliente en base a una de las ofertas del mercado ¿Qué le parece lo que tiene? La respuesta viene a encontrarse con un interés de mejorar aún más la oferta. Pero la oferta obedece a una rentabilidad, y en este caso, la percepción “subjetiva” de haber satisfecho una necesidad apunta a un margen que le pertenece a otro diferente al que responde.

El mensaje de Lavin este Domingo apunta desde su buena fe, a redimir la conciencia de aquellos mal intencionados que quieren dificultar aún más con sus teorías conspirativas y retrogradas, las nuevas inversiones de talentosos visionarios con ganas de hacer crecer este floreciente país.

 ¿Acaso no se dan cuenta que la gente está feliz con que sigamos generando empleos? ¿No se dan cuenta que el modelo funciona y trae bienestar subjetivo a las personas? Hasta se los preguntamos en la puerta de su casa. Acá todos ganamos, todos lucramos, a todos nos conviene, además tenemos a la ciencia de nuestro lado, así que ¿por qué no se dejan de… quejar?

23 de julio de 2012

Costanera Haters

Por Peter Molineaux

En 2008, cuando había turbulencia económica y recesión mundial, se paralizó la obra gruesa del principal edificio del Costanera Center. Fue el símbolo de que la crisis había llegado a Chile.

Cuando se reanudó la construcción se colgó una gran bandera con la consigna "Arriba Chile" y la presidenta Bachelet, saliéndose de protocolo en el piso 20 de la estructura, dio la orden de reiniciar los trabajos marcando la reactivación económica del país.

Sin embargo, cerca de su inauguración, el edificio comenzó a encontrar resistencias. Vinieron desde lugares muy distintos: el alcalde de Providencia pedía certificados, se recordó en varios medios el pasado Cencosud del Ministro Golborne, se teme un colapso vial y algunos expertos sugieren que se prohiban los automóviles en ese sector.

Lo han bautizado Coronta Center y hay en el ambiente algo de molestia, de rechazo relativamente generalizado. Por lo menos los titulares lo han tratado durante un buen tiempo de "polémico."

Algo pasa con esta erección en el cruce del Canal San Carlos y el Río Mapocho. A pesar de que se le hagan sofisticados juegos de luces a esa mole que aún no termina de ser revestida por su reflectante ropa de rascacielos, incomoda a los santiaguinos.

Es la torre más alta de Latinoamérica, pero los chilenos no parecemos muy orgullosos. Cuando Alexis se saca la camiseta del Barcelona para gritar un gol, todos comulgamos en celebrarlo. Aparece el chovinismo hasta para defender el pisco y la empaná. Pero no para el Costanera.

Quizás el edificio ofenda por lo fálico, por ser una suerte de dedo medio levantado hacia toda la ciudad. Un miembro ajeno frente a nuestro Cerro San Cristóbal.

En el psicoanálisis ha sido importante distinguir entre pene y falo. Si bien el hecho de que exista una diferencia anatómica entre los sexos inaugura el problema de tener o no tener, lo que se instala simbólicamente es la función fálica, el símbolo de que algo falta. Eso ocurre más allá de que se tenga o no el órgano pene, pues lo que falta es otra cosa.

La concepción clásica de lo fálico, es decir la ostentación de una potencia – a veces bajo la forma de virilidad – es en realidad un intento de revestir justamente eso que falta con la ilusión de que se tiene. El conocidísimo caso del tipo que se compra una camioneta grandotota es ejemplificador. Iñi piñi dice ese chilenismo impuesto por un comercial televisivo de los años '90.

Horst Paulmann, dueño del pénico edificio en cuestión, es hijo de un juez Nazi que inmigró a Chile después de la guerra. Horst y su hermano construyeron su imperio expandiendo el negocio familiar, un restorán transformado en supermercado en La Unión, Región de los Ríos.

Los imperios hoy se llaman holdings.

To hold tiene múltiples traducciones – tener, agarrar, coger, abrazar, ser el titular de, mantener. La idea de un holding es ir agarrando, tener y coger. Ser el titular y mantenerse ahí. Al hablar de estos imperios económicos, to hold se traduce bien como acaparar.

El Costanera Center recibe desde todas partes el rechazo de los chilenos porque aparece como la ostentación fálica de un extranjero que va agarrando secciones del país de a pedazos cada vez más grandes. Este extranjero incluso ofrece un paseo al actual Ministro de Economía, Pablo Longueira, para luego quitarle la palabra frente a los medios de comunicación: "Ministro, déjeme responder a mi esa pregunta" – dicho con el inconfundible acento alemán, familiarizado para nosotros en los malos doblajes de películas sobre la Segunda Guerra.

Los juegos de luces y los "arriba Chile" han sido un intento por dar la ilusión de que eso que se ilumina también es nuestro. Incluso se cambió el nombre oficial de Gran Torre Costanera a Gran Torre Santiago. Es posible que mientras se vayan abriendo las siguientes etapas del proyecto y se vendan oficinas caras a quienes quieran participar de la ostentación, vamos a ir acostumbrándonos a que esos chilenos hablen de su oficina en el Costanera, el edificio más grande. Quizás ahí se produzca ese efecto que buscaba la bandera del fin de la recesión: que Chile sienta que esa torre es símbolo de su potencia.

Sin embargo hace unas semanas, recién abierto el mall, se colgó ahí otra bandera grande: la que representa a través del movimiento estudiantil al malestar nacional a propósito de la desigualdad. Esa segunda bandera se cuelga ahí porque la ostentación fálica tiene el efecto de revelar en cada uno su propia falta. Lo que hace el movimiento estudiantil es un acto histérico: a mi me falta pero a ti también. La maravilla de la histeria ha sido siempre revelar, de la manera más precisa, la impotencia del ostentador.

El intento de Horst por contagiar con su recubrimiento fálico a los santiaguinos y luego a los chilenos se ha encontrado con un momento histórico en que mostrarse superpotente ya no produce la envidia y las ganas de tenerlo. Esa posición es la que haría que todos trabajáramos por una oficina en el edificio, aunque no lo lográsemos jamás. Hoy, luego de que los movimientos sociales pusieran en evidencia la falla, detentar el falo revela la impotencia de todos. Eso no gusta y por eso el rechazo.

Quizás con el tiempo Paulmann pueda poner nuevamente a funcionar la ilusión de que su potencia nos hará brillar a todos. En la construcción, el revestimiento del rascacielos avanza rápidamente, cubriendo la coronta. La apuesta es que cuando estén todos los reflectantes en su lugar el edificio haga de encandilante espejo y nos deslumbremos con él, haciéndolo nuestro. Pero por el momento molesta su sombra.

17 de julio de 2012

7.000

Por Antonio Moreno Obando

La discusión sobre el sueldo mínimo nos ha dejado leer el texto de una vieja paradoja de saberes con mucha tradición en nuestro país: los expertos convenciendo al lego de que los dejen decidir a ellos por sus propias vidas. En estos días ha sido encarnizado el debate sobre una diferencia de $7.000.- en el sueldo mínimo, enfrentamiento público que nuevamente pone en escena a estos aburridos pero pacientes técnicos tratando de traducir sus complicadas gráficas a los alienados ciudadanos que solo ven su satisfacción inmediata.

Esta diferencia en pesos se puede representar de muchas maneras: desde una escandalosa variación macroeconómica que debilite nuestra inversión y por lo tanto siga castigando la cifra de crecimiento del país, hasta el cálculo personal para comprar 9 pasajes en metro y una cajetilla de cigarros con sus respectivos fósforos. No es sencillo poder darle un valor que represente y ponga a circular esa diferencia, ese resto que produce tanto malestar en nuestra cultura.

Un padre puede decirle a su pequeño hijo que no frente una petición perentoria de gozar de un chocolate diciendo “¿prefieres un chocolate hoy o una caja de chocolates mañana?” Lo que se pone en juego ahí es la marca de la propiedad de esa posibilidad de goce en favor de ese otro muy importante para el niño del cual, en tanto padre, emanan todos los misterios de la cosas. El niño no puede hacer uso de esa posibilidad y debe hacer un convenio con él en el cual “cuando sea grande” o cuando sepa de una determinada manera, entonces tendrá acceso a lo que busca. Esta ecuación no solo se ve en la educación de un niño, sino que muchas veces la vemos perpetuada en los saberes que atesoran las instituciones, especialmente las formativas.

Aunque también se da en nuestra plaza pública. No parece casual que la televisión como industria complete sus espacios franjeados con expertos en salud, nutrición, pedagogía, derecho, peluquería, cocina, parapsicología, incluso en economía. Parecen emanar de ese mercado algunos de nuestros actuales pre-candidatos presidenciales, insuflados por el don de educar a través de los medios de comunicación. Con el pretexto de los nuevos movimientos ciudadanos, estos rostros se justifican por el deseo de la audiencia de encontrar alguna explicación para aquellos misterios de la realidad que no se pueden soslayar, de encontrar algún valor que represente y racionalice ese déficit que se produce en el encuentro con el mundo.

Freud en su explicación del aparato psíquico diferenciaba dos principios: aquel que a través de un monto de energía psíquica o libido busca los medios para deshacerse de esa carga y encontrar el placer y aquel otro que no puede controlarse a voluntad dificultando así que las descargas placenteras se produzcan: el primero fue llamado principio del placer y el segundo principio de realidad.

A propósito del principio de realidad, el día sábado 14 de julio en una columna del diario el Mercurio, aparece la opinión de un experto refiriéndose entre líneas a la discusión del sueldo mínimo con la siguiente frase: “las buenas intenciones siempre terminan chocando con la realidad. Y las cuentas se terminan pagando." Esto lo dice a propósito del populismo con que se mira la posibilidad de hacer un gasto excesivo en nuestra economía. El columnista, comparando nuestro despilfarro al de España, comienza su texto con una frase en negrita que hace irresistible continuar la lectura: "¡Podríamos poner un salario mínimo bien alto! Digamos… 500 mil al mes.”

Este comentario en su ironía parece redoblar el efecto de pérdida que puede vivir un sujeto, que al leer las primeras frases, constata el absurdo de triplicar su actual sueldo mínimo. Muchas veces esa pérdida puede dar un plus para seguir buscando el acceso alguna vez prometido, aunque implique en ocasiones soportar esa pérdida en la construcción de la realidad. Así como también hay veces que la pérdida puede marcar un definitivo rompimiento con aquel principio subjetivo que estaba destinado a empujar como requerimiento de trabajo para el placer.

La historia de Luis Emilio Recabarren ilustra el alcance de esa pérdida. Obrero, tipógrafo y diputado por Antofagasta, fue célebre por fundar el Partido Obrero Socialista y por ser constantemente apresado por sus peripecias. Desde la consolidación de las salitreras en nuestra economía, su recorrido político comenzó en la escritura y terminó obteniendo un escaño en el congreso y la coordinación de nuevas fuerzas políticas alineadas con el pensamiento que representaba. Pero en el momento más alto en su carrera, Recabarren decide quitarse la vida con un balazo en el pecho. Como si ese discurso sostenido frente a la pérdida y la recuperación de una plusvalía del trabajo no lograra instalarse como un espacio de satisfacción en la realidad, pudiendo constatar que por irreal ese afán fue permanentemente emboscado por el confinamiento y la irreductibilidad de lo que no se puede hacer.

Los recorridos de los goces giran en torno a la gestión del acceso a la caja de bombones encomendada a un lugar de saber; pero a diferencia de ese padre con su hijo, en nuestro mercado quienes detentan las condiciones de posibilidad también son los dueños del acceso, cobran por él y gozan de su rentabilidad. Resulta que el padre debe instalar la renuncia del niño a causa de que él tampoco tiene el acceso necesario al goce de esa verdad de chocolate y debe transmitir a su hijo su propia manera de hacer convenios de acceso a través de las palabras. En esa escena tan cotidiana no hay un saber completo, pues en el lugar que detenta el padre como depositario de todas las respuestas sobre las cosas, también tiene un misterio al cual no tiene acceso y que implica su propio goce.

Frente a tamaño amo se hace muy difícil de tragar la pérdida, ya que aunque opera con fuerza, no se ha perdido nada. Ante tal encierro queda la posibilidad de que el mismo sujeto deba transformarse en esa pérdida. Queda en el dato historiográfico que Recabarren se suicidó por depresión, y aunque no tengamos la posibilidad de saber en este texto con la exactitud de la ciencia su diagnóstico, algo por su familiaridad sabemos de su acto.

La discusión del sueldo mínimo trae también la dimensión del sentido particular que cada sujeto le da a su trabajo y a sus posibilidades de acceso. No parece agotar todas las aristas del problema zanjar desde el lugar del experto cuánta riqueza el sujeto pierde para sus hijos si no renuncia a sus pasajes al metro y a sus cigarrillos. La cólera que despierta la discusión entre nuestros políticos ya no distingue posiciones ideológicas a priori porque lo que impulsa los afectos no obedece a las posibilidades de acceso que da el lenguaje discursivo de cada coalición política. Al parecer se juega algo que es anterior: la posibilidad que no sea posible obtener y regular nuestros propios goces.

9 de julio de 2012

El Aboguindo

Por Peter Molineaux

Las recientes denuncias de abuso sexual y violación de menores en el Colegio Apoquindo han provocado reacciones importantes a nivel nacional y conmoción en el mismo colegio. Se ha anunciado la renuncia de su dueña al cargo de directora y la instalación de mecanismos de seguridad como cámaras de vigilancia.

Además del ofrecimiento de atención psicológica para alumnos, padres y profesores, se ha puesto en el lugar de subdirector a un psicólogo educacional – un experto. También se trasladó la sección preescolar del colegio femenino (donde sucedieron los hechos) al colegio masculino y se ha creado una comisión para revisar protocolos y procedimientos. Se escucha a los apoderados por televisión: no vamos a dejar que esto destruya a nuestra comunidad.

Los actos sexuales de adultos hacia niños son cometidos por lo que el psicoanálisis llama perversos. Son sujetos que se estructuran psíquicamente desde la renegación de la diferencia sexual y se satisfacen con un objeto específico que toma el nombre de fetiche. El fetiche, para el pedófilo, es un niño.

La estructura neurótica, a la que pertenecemos la mayoría, tiene que enfrentarse al problema de la diferencia sexual. Ese problema, que instala la dinámica de tener y no tener, está en los cimientos del aparato deseante en los neuróticos. Si es posible no tener, entonces algo falta y hay que seguir buscando. Los neuróticos nos enfrentamos a la constatación de que al encontrar lo que andábamos buscando, lo que buscamos es otra cosa.

El perverso no tiene ese problema. Sabe lo que lo hace gozar y va a conseguirlo. Para eso ninguna ley es impedimento, ni la contingente ni la divina ni la teorizada por el psicoanálisis (la prohibición universal del incesto). El único problema que tiene el perverso con la ley es que a veces se interpone entre él y su fetiche. La renegación le ha servido para dejar a esa ley sin su efecto psíquico, pero renegarla no significa no conocerla. Sabe bien de qué se trata la ley de los neuróticos, pero sabe también con certeza que su ley fetichista es superior.

Entonces se escabulle, se infiltra. Con argumentos neuróticos se instala entre nosotros para acceder a esos sujetos en los que todavía no se ha establecido firmemente la estructura psíquica y donde la vida sexual es aún muy primitiva: los niños.

Desde muy temprano, Freud habló de sexualidad infantil. Se trata del intento del niño por explicarse por qué la niña no tiene y viceversa. Una investigación rudimentaria que busca dar respuesta a preguntas que son fundamentales en la construcción de su identidad.

El Colegio Apoquindo, como muchos colegios religiosos, tiene la política de separar a los niños de las niñas. Es un acto relativamente burdo, pero que está enraizado en la respuesta neurótica frente a la diferencia sexual: la represión. No quiero saber nada de eso.

En contraste con la renegación perversa, la represión no anula los efectos de la diferencia, sino que la complejiza echando a andar una cadena de diferencaiciones en todos los ámbitos. Preferir un color en vez de otro, querer una cartera o un auto más que el siguiente, son efectos de la represión de esa primera diferencia y de sus avatares Edípicos. Como no puedo tener eso, entonces estotro.

Para el perverso la lógica es sí puedo tener eso. Y lo toma.

Las acusaciones del abogado querellante que representa a las familias de los niños en el Apoquindo van en la línea de inculpar al colegio como encubridor de los hechos. Dice que los padres que hicieron las primeras denuncias fueron descalificados por la directora. Se desliza también la idea de que el colegio habría apoyado a los inculpados y que los profesores llevaban a los niños a los abusadores.

La pregunta que se abre es si el colegio funcionaba con la renegación o con la represión. Es decir, si sabían y negaban o sabían pero no querían saber. Hay que recordar que el Apoquindo está ligado a los Legionarios de Cristo y que en su página web reza el siguiente lema: "Colegio Apoquindo y Legionarios de Cristo, juntos formando para trascender."

El fundador de la Legión, el mexicano Marcial Maciel, es un famoso perverso. Los continuadores de su obra han tenido que reconocer públicamente y pedir perdón por los actos de su patriarca. Han retirado su foto de todas las oficinas y sólo lo mencionan en los recuentos históricos de la organización. Al ser revelada la perversión de Maciel, los Legionarios de Cristo han tenido que hacer el acto neurótico de reprimir al fundador. Pero lo primero fue renegar y se hizo hasta que la evidencia era irrefutable.

El perverso le pide al neurótico silencio, pero no lo hace por legítimo temor a la ley: lo hace para producir complicidad, para imponer la ley de su goce fetichista en el otro. Quizás por eso prosperan tanto los perversos en la Iglesia Católica, donde el rito de la confesión aparece como dispositivo central de esa lógica. Silencio y complicidad ante los pecados. Si es ese el mecanismo detrás de lo sucedido en el Apoquindo, el escándalo será aún mayor.

El abogado defensor de los imputados proclama la inocencia de sus clientes. Su hipótesis es la de una "psicosis colectiva" en torno al abuso sexual y que los niños habrían sido interrogados sugestivamente por los padres para producir los testimonios que luego fueron tomados por la Fiscalía. También argumenta que las lesiones constatadas en dos de los niños no son necesariamente producidas por violación y que los imputados no tenían la posibilidad logística de estar cerca de los alumnos por suficiente tiempo para cometer los delitos.

Tanto el querellante como el defensor acusan una reacción excesiva ante el espanto: la directora descalificando, los padres psicóticos. La reacción del colegio al acumularse las denuncias también es explosiva: cámaras de seguridad, comité, comisión, renuncia, designación.

Una reacción es una respuesta a un acto y el acto perverso provoca espanto. El problema del espanto es que tiene como efecto el silencio o el grito. Es ahí donde habrá que hacer un lugar para la palabra. Decir algo en lugar del espanto.

Para el psicoanálisis el trauma sucede en dos tiempos, hay un après-coup. El primer tiempo es el acto. Eso por si solo no se vive como traumático. Lo que inscribe el trauma es el segundo momento, el de la reacción. Para las perversiones de Maciel lo primero fue el silencio, luego la negación, seguidos por el reconocimiento (la palabra perdón) y la represión. ¿Qué hará el Apoquindo? Su posición histórica fue la represión – separar a los niños de las niñas. Ahora están en el espanto y, más allá del abogado que resulte vencedor, la represión de siempre ya no sirve. ¿Qué se dirá en el Apoquindo?

3 de julio de 2012

El Metro Cuadrado

Por Peter Molineaux

En el horario punta del Metro de Santiago, especialmente entre las estaciones Los Héroes y Baquedano de la línea uno, hay siete personas por metro cuadrado en los vagones. Siete por uno. Con esa densidad el pasamanos ya no sirve, los pasajeros se mantienen de pie a presión. Las puertas explotan al abrirse y el empujón colectivo saca milagrosamente a los que quieren salir. De inmediato viene otra ola y ensardina a los pasajeros en el interior del tren.

Una twittera preguntaba ¿Por qué nadie hace nada? ¿Por qué no hay protestas colectivas, guanacos y zorrillos en las estaciones? ¿Qué hace que aguantemos?

¿Nos gusta estar tan juntos?

Claro que no. Se ha peleado siempre, en la ciudad de superficie, por el metro cuadrado. Se le pone precio, se compra y se vende. Arriba se defiende el espacio, abajo se comparte con otras seis personas. El aire es pesado, pica la nariz y no se puede rascar. En la mañana predominan los champúes y los perfumes, en la tarde no tanto.

Hacemos todo lo posible por no mirar al vecino que ya está tan cerca que no basta con ajustar los accesorios: el acoplamiento es anatómico. Codo en la espalda, cuello torcido, pelo en la boca, rodilla en el culo.

Estamos en terreno fértil del lanzazo y el agarrón. Un galante radioescucha de la hora del taco sugería que se tomaran las medidas que hay en México DF: apartheid sexual por vagón. Que la corten esos frescos.

En vez de ocurrir el fenómeno de masa que reclama la twittera, aquel que desinhibe a cada sujeto y le permite operar como impulso único junto a los otros – rabia colectiva, por ejemplo – aparecen las mezquindades individuales que intentan sacarle un pedacito al del lado. Un pedazo de cuerpo, un objeto.

En las marchas, en los estadios y en los conciertos masivos, la multitud se hace una: se sueltan los afectos dando paso a grandes catarsis. En el metro va la masa quieta y cada uno se aferra a su rincón. Uno se acerca a la puerta, otro acomoda el pie. La señora empuja, el joven se saca la mochila. Aglomeraciones de sujetos individuales pegoteados e incómodos esperando que pase pronto el mal momento. No hay masa, no somos uno.

Para que un montón de gente junta se haga masa – para que opere la psicología de las masas – tienen que pasar un par de cosas: tiene que haber libidinización y tiene que haber identificación. Y no se trata de la líbido del corremano. La líbido, para el psicoanálisis, es la energía psíquica. En una masa, para que se unifique la muchedumbre en una sola y cada individuo sienta una conexión libidinal con el otro lo que sucede es una identificación. Esa identificación, la que provoca el júbilo, es al Ideal del Yo. El ideal puede ser un líder – Hitler, por ejemplo – o puede ser una idea: la Justicia o la Patria o la Igualdad. El mecanismo es así: el Yo se identifica a ese ideal y sus límites (los del Yo) se amplían hacia los límites más anchos del ideal. El sujeto de al lado también se identifica al ideal y su Yo difumina sus límites. Él deja de ser un otro absoluto y Yo soy junto a él parte de un gran ideal. La masa vibra, la líbido se libera, gritamos juntos, marchamos, saltamos. Somos uno.

Eso no se consigue en el metro. Aquí abajo el otro, el de al lado, no tiene nada que ver conmigo y mi Yo. Mucho menos con mi Ideal. Mientras en el metro nos tapamos los oídos y los ojos con artefactos para alejarnos del otro, en el concierto de rock el cabeceo junto al que transpira al lado es un elemento fundamental de la euforia.

¿Por qué en el tren subterráneo la masa se mantiene fría?

Pues porque el Metro ha tomado medidas. Sabe que para que no se desborde la masa, hay que organizarla. Se han dispuesto funcionarios para cortar el flujo, para reanudarlo. Flujo de pasajeros, como un torrente que riega gente por la ciudad y que hay que conducir. Compuertas y monitores regulan las crecidas. Cuerdas y separaciones para indicar la dirección. Se sabe que si toda esta gente junta deja de fluir puede resultar en una avalancha. Se sabe también que si se identifica a un ideal, si cada uno siente una camaradería libidinal por el otro bajo una idea común, el flujo explota. Caos bajo tierra.

Han aparecido afiches grandes, de esos donde habitualmente hay publicidad en los andenes, en los que el Metro invita a participar de una mesa redonda a sus usuarios para discutir los problemas contingentes del transporte subterráneo. Los presenta con una foto en la que hay una señora mayor, una mujer vestida de oficina, un joven un poquito rockero, un hombre de mediana edad... Es un intento por que cada pasajero se identifique individualmente con su personaje y no con el ideal de la masa. Además la invitación – a la que seguramente no responda casi nadie – es a una mesa redonda, a un lugar de conversación. Se apela a la consciencia, a la templanza de cada uno. La mesa en vez de la masa para que no se desborde el flujo.

Toda la organización de la muchedumbre está pensada para que no se haga masa, para que cada Yo se mantenga dentro de sus límites. En Londres hay avisos en las escaleras mecánicas: stand on your right, párese a la derecha para que los más ágiles suban corriendo. En Tokio hay funcionarios en el andén encargados de comprimir a los pasajeros. En Nueva York los carros están climatizados y aquellos en los que ha fallado el aire acondicionado están vacíos, mejor apretado que acalorado. En Santiago: apretado y transpirando. Anuncian que ya viene el aire y cada pasajero va pensando que ya será mejor. Uno a uno.

Durante el día se olvidan los minutos eternos del Metro cuadrado y cada uno recorre la ciudad intentando arreglárselas con la terrible diferencia entre su propio Yo y su Ideal. En la tarde se regresa a esa caldera que está siempre a un paso de hacerse masa.