25 de abril de 2014

La Furia Urbana

Por Peter Molineaux

Esto empezó con los automóviles. Se ha llamado road rage y se trata de la ira desplegada en las calles y carreteras por aquellos sentados detrás del volante. En la versión chilena se escuchan los gritos alusivos a los escrotos, familiares o vida sexual del conductor que ha osado interponerse entre el iracundo y su ruta: ¡saco 'e hueeeaaas! ¡conchetumareeeee! ¡vieja culiaaaaaa!

La película ganadora del Oscar en 2006, Crash, ponía en boca de uno de sus protagonistas un conmovedor pero fantasioso análisis sobre los choques: "en L.A. nadie te toca. Siempre estamos detrás de metal y vidrio. Creo que extrañamos tanto ser tocados que chocamos en nuestros autos los unos con los otros para poder sentir algo."

En Santiago, hoy, la ira al volante ya está consagrada. Sin embargo, lo que llama la atención es que algo de esa explosión rabiosa ha rebalsado los límites de la calle motorizada para encontrar expresión tanto en las ciclovías como en las veredas de la ciudad. Ya los Ciclistas Furiosos inauguraron en los noventa la rabia pedaleante y recientemente se agrega la novedad de los caminantes enrabiados con los ciclistas por andar en la vereda. Los peatones reaccionan, quizás, al susto que vivieron alguna vez al confundir una ciclovía con un sendero y recibir el grito o la convulsión del timbre de algún ciclista: ¡por la ciclovía no, hueón!

Lo que preocupa de esta furia, su característica especial, es que cada protagonista enrabiado está enchuchado desde el sentimiento de que lucha por su derecho. El otro, el que cruza su camino, está pisoteando o atropellando el trecho de ciudad que es mío. Esta combinación de ira y derecho tiene la particularidad de que la certeza de tener la razón autoriza al sujeto a desatar su rabia sin freno. Como la ira de Dios, que a diferencia de la humana sería santa y no pecadora, se perfila la ira con derecho. Se produce así una alianza inflamable entre la moral y el impulso que causa constantes gritoneos en las calles de la ciudad.

En El Yo y El Ello, Freud introduce para el psicoanálisis lo que se conoce como la segunda tópica, una novedad en la manera de ubicar los elementos del aparato psíquico. Además de los dos términos que dan nombre a la obra, se presenta al Superyó como tercera instancia intrapsíquica. El Ello, la reserva pulsional del aparato, busca saciar los instintos más básicos del sujeto sin importar el costo. El Superyó, representante interno de las prohibiciones y restricciones de la civilización, exige con rigor y castigo que se haga lo moralmente correcto. En el medio, aquel que Sigmund llamó vasallo, es decir el Yo, intenta mantener las cosas en relativa paz, dando algunas satisfacciones a cada lado y viéndoselas con la presión de los aumentos de tensión dentro del aparato.

Para ayudar en su humilde tarea, el Yo se sirve de la tradicional oposición entre lo que quiere el Ello y lo que restringe el Superyó. Si el uno quiere el desenfreno carnal, el otro hace uso de su aliado, el Sentimiento de Culpa, para aplacar con los valores de la civilización reinante aquellos impulsos que amenazan el orden establecido. El Yo en ese caso, sólo tiene que hacer de auspiciador del Superyó y reprime los instintos más básicos, manteniendo la añorada calma... ya le dará un lugar en los sueños a las peticiones ardientes del Ello.

Sin embargo, como en el sadismo o el masoquismo, cuando en el Superyó ocurre la transformación con aires perversos que introduce una moral incivilizada, es decir en la que no hay que entregar nada a cambio del goce, el vasallo –el Yo– no puede mantener alejado mucho tiempo al Ello, pues para éste es irresistible la oferta de gozar sin perder. Cuando se logra esa alianza entre Ello y Superyó, dejando al Yo desprovisto de su capacidad para negociar, se producen estas descargas pulsionales que tienen la particularidad de estar autorizadas por el Superyó a través de un Bien que se sustenta en lo antojadizo.

Que el Bien sea mi pista por la que transita mi habitáculo intocable o mi vereda para los que andamos a pie o mi ciclovía para los que evolucionamos más allá del motor ("un auto menos, amigo") tiene, además del sello individualista que no pasa por el pacto social, una ética del cualquier cosa, propia tanto del post-modernismo hecho sentido común como del discurso capitalista. Para el primero: cada uno con su verdad. Para el segundo: no me haces falta porque si falta me lo compro.

En este contexto ético, Mi Bien es El Bien y en el aparato psíquico ocurre que el Yo, fiel a sus inicios como efecto del narcisismo, no ve barreras frente a Su Bien y se hace a un lado para dar curso a la alianza entre el Ello que quiere todo y el Superyó que le autoriza el goce sin restricciones en el acto de castigar sádicamente al infractor del Bien.

El año 2011, para los nostálgicos del Movimiento Estudiantil, la calle encendió con una chispa fundada en el Bien Común. Además, su crítica al lucro estaba anclada en la claridad que dio ese destello respecto a la trampa del capitalismo galopante, con la fórmula astuta que este aplica sobre el sujeto y que recordábamos el año pasado al hablar de Laurence. Pero ya reinstalados los semáforos y repavimentada la acera quemada, se vuelve a sentir en la calle ese aire de furia contra todo aquel que no comulgue exactamente en mi idiosincrasia.

Desde sus bolsillos y carteras, los sujetos así cargados con la ira con derecho, hacen lo mismo en las redes sociales. El linchamiento digital de Rafael Gumucio la semana pasada por twitear una frase relativamente cruel y bastante infundada sobre los animales siendo rescatados del incendio en Valparaíso muestra a este fenómeno furioso exacerbado por el anonimato y la inmediatez del aparato electrónico. Amar a los animales, en ese caso, toma para los linchadores el lugar del Bien y el Yo baja la guardia fascinado por que el Bien sea suyo, dejando que la pulsión agresiva que convive en el Ello con las pulsiones sexuales se desate hasta frases de amenaza de castigo físico para el escritor e incluso para su familia.

La ira con derecho, aquella que se autoriza a si misma la desde un Bien cualquiera, tiene en su filo la capacidad de permitir a cada uno descargar su pulsión contra cualquier otro sin restricción, lo que va justamente en contra de la función de la ciudad: proteger a los precarios seres humanos de las fuerzas de la naturaleza y, por supuesto, de la fuerza de su propia furia.

8 de abril de 2014

De la Seducción y su Política

Por Antonio Moreno Obando (@monodias)

Bachelet es presidenta por segunda vez y la plaza pública vociferante habla de ella: de su simpatía, de su ser mujer, de su popularidad, de su transversalidad, de sus capacidades presentes o ausentes, de sus evasivas, de su cuerpo, de su ropa, de sus gestos. Desde esta trama de imágenes se forma una gran matriz —madre de la cual se desprenden como retoños, diversos discursos ciudadanos llenos de esperanzas y temores.

Entonces surge la pregunta de si acaso hay o no una estratagema para impulsar la redistribución de los actuales flujos económicos y si estará debidamente pensada su relación lógica con la calidad de un proceso productivo llamado educación. Las declaraciones programáticas por estos días generan panfletos de horror que anuncian el desfalco de todos los bolsillos, sean estos grandes o chicos. Es que cualquier emprendedor visionario entiende que una planificación estratégica diseñada desde el interés del dueño, debe poner las inversiones donde el retorno esté asegurado. Esto no se ejecuta mediante una asamblea constituyente para accionistas, simplemente opera técnicamente y de facto.

La presidenta no da las respuestas técnicas específicas esperadas, al menos no en público, y deja a los mercados (editoriales) especular. Es como si Bachelet fuera acusada de seducir en base a una apariencia. Quizás esa ausencia sea precisamente el dispositivo transformador que da espacio para que tome sentido el postergado hijo de vecino y también sea la causa del horror en quien tiene una necesidad voraz por llenar. Vivimos la seducción o la apasionada aversión hacia la presidenta del género femenino, particular forma de amor en los polos que también opera en toda Latinoamerica hacia sus gobernantes, más allá de si corresponde el presidente vigente al cuerpo de un hombre o el de una mujer.

Baudrillar escribe de la seducción, estableciendo una diferencia entre la sexualidad masculina y la sexualidad femenina basándose en la condición política de esa ausencia. Es una respuesta crítica a aquellas posiciones feministas de los '60 en donde la sexualidad de la mujer no debía jamás ser en base a las apariencias sino constituirse desde una sustancia para diferenciarse de la de los hombres. En cambio Baudrillar reivindica el valor de la seducción de la apariencia como simbólico, apariencia que en ausencia de una sustancia permite un espacio para el surgimiento de algo que no estaba. Esta sexualidad de lo simbólico se opone al estatuto de facto de la política masculina con su tiranía de la presencia que llena y domina. 
 
Desde la afirmación freudiana del destino anatómico de la sexualidad, el camino de la sexualidad de la mujer encuentra un escollo y al mismo tiempo una condición de producción para su propio género como una construcción cultural para la sexualidad, arrasando con el cuerpo biológico. Si lo anatómico es el destino, la mujer no basa su sexualidad y placer en la funcionalidad de la recepción del hombre y la fecundación. Para Baudrillar esta sexualidad femenina trasforma al cuerpo, lo metaforiza y lo disloca de su funcionalidad con su deseo.

Si acaso ese femenino queda del lado del deseo y de la dimensión simbólica de la seducción, eso que falta da un espacio para el surgimiento del pensamiento en el cuerpo. Esa falta que para el psicoanálisis es condición y posibilidad de la producción permanente, es además una respuesta subversiva a la monolítica concentración del poder, falocrática y dominante.

Volviendo desde ese femenino a nuestra realidad, podemos pensar en darle una vuelta a la falta de respuestas tras la sonrisa de Bachelet y la suposición de su incompetencia tecnocrática. Podría pensarse que en tanto seducción, más allá de la mera simpatía, al reconocer implícitamente la falta en lo dicho, su política de la apariencia oferta una posibilidad para que la ciudadanía tome sus palabras y también sus malos entendidos. La seducción de lo simbólico deja espacio para el surgimiento de un pensamiento nuevo y le pone el cuerpo a esa espacialidad para que los discursos púbicos confluyan a pesar de sus discrepancias. La reciente caída del falocratismo millonario para el advenimiento de una política de lo femenino, nos da una breve oportunidad para hacer un desplazamiento en las retenciones mortificantes de nuestra economía afectiva, material y bursátil, porque estamos en la aparición de una operatoria de la seducción y no del anhelado control del retorno. Al menos es una posibilidad de que así sea por un tiempo, hasta que las estratagemas de los intereses vuelvan a expulsar lo subjetivo, igual como ha ocurrido siempre, desde el logos griego y su conquista de la naturaleza hasta la ciencia económica que anima incluso hoy la lógica del know how y de los grandes capitales.

Esta política de la seducción no se pone en juego solo porque nuestra presidenta sea mujer, también la hemos visto en las particularidades de los actuales presidentes latinoamericanos a pesar de ser hombres. Más allá de la biología del varón-hembra, es la construcción de una sexualidad y de una política de la seducción lo que le da un nuevo marco a nuestras erogeneidades y sus relaciones. También en Chile lo vemos en los liderazgos de algunos de nuestros alcaldes, como en Providencia o en Santiago, así como los diputados recién electos que parlamentan sin corbata o quedándose sentados en el momento en que se rinde culto al poder de facto.

Mientras la presidenta entrante usa los poderosos dispositivos transformadores de la seducción, la avanzada del poder material y su reivindicación de libertad para ser propietario de todos los flujos construye complejas tramas deliroides para retomar el poder en 4 años más. Sería la esperanza de todos aquellos que asqueados de sonrisas y palabras al viento, hoy esconden sus cuerpos para evitar ser seducidos por las transformaciones y perder algo de lo que guardaban solo para su propio cuerpo.