21 de noviembre de 2016

Nuestro Estado no sindica

Por Antonio Moreno 
(@monodias)

La negociación fallida entre el gobierno y el sindicato de los empleados  públicos deja un malestar generalizado, tanto en los propios trabajadores como en los usuarios de los servicios públicos, a pesar de que ambos se declaran afectados por una misma causa: no ser reconocidos. Entonces cabe una pregunta por el lugar a donde apunta esa demanda ¿Quién es el llamado a reconocer al otro?

Lo narrado en los medios de comunicación, relata sobre un gobierno que es requerido como empleador por los trabajadores organizados, el cual respondió siempre de la misma forma, con solo un número, como una repetición pétrea en cada oportunidad de conversación. 

El malestar generalizado lo vimos en las imágenes del noticiero central: forcejeos e insultos más allá de lo republicano, deseos de murallas trasparentes para el hemiciclo, dramáticos casos de usuarios de salud más enfermos por la no atención, la Moneda cerrada para los trabajadores y protegida por fuerzas especiales; y así, en todas esas imágenes irrumpió una desolación difusa en nuestra conciencia pública. 

Lo que está en escena parece apuntar a algo más profundo que la negociación por un pequeño margen de dinero; hay algo en esa demanda que nos interpela a todos sobre la relación entre el trabajo, lo colectivo y nuestros derechos como ciudadanos.  Aparecen preguntas por la forma en la que trabajamos y por cómo nos subjetivamos en esa rutina agobiante: ¿De dónde viene ese imperativo de cumplir? ¿Cómo se define esa insuficiencia? ¿Es una construcción del psiquismo individual lo que vivimos como injusto o lo opera la condición material de nuestro modelo productivo?  Y en el caso de los empleados de la ANEF ¿Dónde empieza y donde termina su deber de seguir trabajando a pesar de cualquier oferta o descuento del gobierno? ¿De dónde emana el imperativo al cumplimiento que cae a gritos en cada espalda movilizada y cuál es el tamaño de la insuficiencia que está en juego?

Lo que hizo el gobierno como respuesta a la demanda de sus empleados, de aquellos que revindicaron una insuficiencia común en el espacio público,  fue iterar solo un número, despojando cualquier rastro de dialogo en ese encuentro. Fue una perseveración mímica,  sin considerar  siquiera las consecuencias políticas, menos aún el reconocimiento de un diálogo legítimo. Responder con sólo una sola palabra a cualquier otra palabra es una manera eficaz  de desmontar cualquier posibilidad para esos otros de encontrar en la gran otredad de su Aparato Público un lugar colectivo donde situarse. 

Por otra parte, ese usuario furioso con el paro, oprimido por su propio trabajo, con una aplastante insuficiencia personal en sus deudas, que debe volverse empresario de sí mismo para pagar un monto calculado por el mercado financiero de endeudabilidad mucho mayor de lo que su capacidad productiva puede pagar, ese mismo sujeto colmado e identificado a los valores de su empresa para la superación personal, ese sujeto apolítico que no vota y solo exige calidad en los productos y servicios que recibe más allá de si son provistos por el Estado o por un supermercado, es el mismo que en su tribuna de las redes sociales termina deslegitimando la manifestación sindical como posibilidad de colaboración colectiva. Esa manifestación colaborativa que pone una medida a la insuficiencia voraz, le parece al usuario del servicio al cliente una soberana flojera y una irresponsabilidad.

En la expresión actual de nuestra democracia, llena de silencios y omisiones, esa gran construcción colectiva garante de derechos que es el Estado, ya no tiene a su vez el reconocimiento que necesita para ofertar otro devuelta; es que su imperativo hoy está conformado no desde la ciudadanía sino que desde otros mandatos, otros requerimientos sin cuerpos, sin tiempo ni espacio, son los mandatos del mercado de valores y sus capitales transnacionales desterritorializados, única fuente capaz de situar en su discurso a los agentes de la actividad económica con sus deberes.

El gobierno no negoció con sus trabajadores porque tampoco puede reconocer la capacidad de todos los trabajadores de nuestro Estado-Nación para negociar. Ni siquiera considera sus costos políticos porque ya ni siquiera tiene adversarios. En el Chile de los imperativos del capital, la subjetivación es de uno en uno, y no hay espacios para que los colectivos puedan sindicar las condiciones materiales de su insuficiencia; no hay ni aun palabras de parte del Estado para situar ahí, en la negociación de sus propios agentes, una posibilidad para decir algo de su propio malestar, ¿qué acto puede ser más elemental que ese?