28 de junio de 2014

La emergencia del canto "a capela" del himno patrio

Por Mauricio Pizarro
@mpizarrocastill

Es difícil que el canto “a capela” de los hinchas durante el mundial de fútbol Brasil 2014 pasara indiferente, al margen de la nacionalidad de quien lo escuchaba. Fuimos testigos de cómo la emoción del canto nos llevó hasta al punto de las lágrimas junto a esa sensación de “piel de gallina” cada vez que, al término del minuto protocolar, los chilenos lo continuaban entonando hasta el final. Los medios de comunicación de todo el mundo no tardaron en elogiar esta acción como algo inédito, novedoso y como una inesperada muestra de patriotismo.

Los chilenos que cantaban a “todo pulmón” en cada partido, fueron los protagonistas de una “emergencia," es decir, de aquello que emergió inesperadamente como novedad para todo el mundo.

Ahora bien, ¿Qué devela de nuestro “ser” chileno esta muestra explícita de patriotismo? ¿Es posible realizar un análisis social de los marcos referenciales y sociales de cómo se configura el sujeto chileno?

Para poder responder estas preguntas, regresemos brevemente a la emergencia. Esta se configura cuando algo irrumpe como inesperado, pero trae consigo un sentido, entrega información sobre aquello que no es visible en el entramado social. Una especie de radiografía, porque se requiere de otro tipo de “luz” para mostrar lo que no se ve a simple vista.

Una paradoja

Por un lado, aparecieron miles de hinchas que como embajadores de lo chileno, se esforzaron por arengar y mostrarle al mundo que el himno patrio los convocaba, los unía y los hacía iguales, casi hermanos –se pudo pensar en más de una oportunidad– porque todos hicieron fuerza común por un solo ideal: ¿ganar? No. Es mucho más que eso. 
 
Después de esta muestra de “nacionalismo," cualquier persona podría haber pensado que Chile evidenciaba ser un país unido, colaborativo y solidario. En el fondo, Chile aparecía con una identidad, donde las diferencias de todo tipo no existían (aunque fuese por breves segundos).

Por otra parte, en Santiago las noticias informaban cómo después de cada triunfo la masa celebrante destruía lo que encontraba a su paso: buses quemados y secuestrados, robos y malos tratos. ¿Dónde estaba el ideal que nos convertía en hermanos al punto de las lágrimas? ¿Podría tratarse del mismo patriotismo?

Una pregunta que es difícil de evadir nos apunta en la siguiente dirección: lo que muestra cada una de estas acciones sociales y cómo aparecen como contraste la una de la otra. Es decir, por un lado, el pueblo canta anidado, unido en una sola voz; por otro lado, la misma unión podría ser capaz de arrasar con lo que encuentra a su paso. ¿Qué es esta impulsividad de la marea roja (acá y allá)?

Es posible que el fenómeno de masa del cual tan ilustrativamente nos habló Freud (1921) dé respuesta, en el sentido de que una masa puede contar con ciertas ligazones afectivas que la convierten en un solo cuerpo unido por un mismo ideal. Una horda sin una cabeza visible que actúa colectivamente de manera impulsiva, sin lograr razonar.

Lo anterior, sin duda, podría profundizarse. No obstante, lo que importa por el momento es tratar de analizar la emergencia que aparece como “unidad” –para muchos envidiable– mostrada en el estadio y algunas de las características cívicas del ser sujeto chileno que aparecen como paradójicas.

Características criollas

Chile, como toda nación, tiene lo propio: la idiosincrasia que lo distingue de otra cultura. Así, tenemos nuestras propias costumbres y nuestros personajes célebres (Eloísa Díaz Insunza, Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Clotario Blest, etc.). Así mismo pareciera ser que somos un pueblo de contrastes: Chile es un país tremendamente conservador, llevó años legislar una ley de divorcio, ni hablar del aborto en casos especiales, o la insistencia del Estado en considerar la marihuana como droga dura. Pero por otro lado, Chile entrega el primer título a una mujer (Eloísa Díaz) como médico cirujano en 1887, caso inédito puesto que fue la primera en Chile y Latino América. Sumado a lo anterior, hemos sido protagonistas de elegir democráticamente dos veces a una presidenta de la república mujer, separada y agnóstica.

Además de estos contrastes (fragmentados o esquizoides si se prefiere), son muchas otras las costumbres que se han internalizado o importado tales como, por ejemplo; Halloween, Fifteen Party, Oktoberfest, etc., las que se viven y celebran como si fueran propias. ¿Qué nos dice este hecho sobre las características del pueblo chileno? Un análisis rápido devela una sociedad que tiene dificultades para “ver” y “apreciar” lo propio. Pareciera que lo anterior sólo se consigue al momento de presentarse el fenómeno de la masa: mundial de fútbol, teletón, Chile ayuda a Chile en lluvias o terremotos, pero si no está presente este componente inusitado, sino aparece algo novedoso (emergencia) volvemos a lo de siempre: apatía en el saludo, incapacidad para tomarle la mano a un no vidente, el afanoso empeño de sostener la cara de “culo” en el metro, o negarse a dar el asiento a la embarazada o persona de la tercera edad, apatía al momento de asistir a las votaciones en cada elección, conducir a la ofensiva sin armonía, no atreverse a saludar al vecino, etc. Pareciera que en la singularidad nos cuesta ser lo que no somos en la masa. La masa nos brinda el soporte que la inseguridad de lo individual nos priva.

La violencia y los encapuchados, una mirada política

Los medios de comunicación han destacado los hechos en cada celebración post partido, y como se decía más arriba, ha quedado de manifiesto el desenfreno y descontrol social (en Chile y en Brasil). ¿Acaso el descontrol social será una expresión del descontento social que sólo puede gatillarse cuando el fenómeno social de la masa lo posibilita? ¿Acaso aparece este acto social impulsivo-agresivo cuando cede la represión? ¿Es una manera de manifestarse colectivamente en contra de algún tipo de “violencia” que padece el trabajador común, el estudiante sin mucho capital cultural ni oportunidades ciertas?

Es posible analizar las manifestaciones y desmanes de manera individual, sin embargo, sería un análisis incompleto, puesto que es innegable que la horda opera como masa y que algo enuncia en su arrebato impulsivo. Enunciación que está en otro lugar y que amerita ser indagada.

Es lícito preguntarse: ¿hacia quién va dirigida la agresión en cada destrozo de un bus o de un banco o de una farmacia? ¿Qué se cuela en este acto social impulsivo?

Una definición de violencia (que es diferente a la agresión) indica que es una situación donde el sujeto queda sin la posibilidad de escapar de ella, es un atrapamiento que lo anula en su cualidad de ser, es una opresión vertical que invisibiliza. Pues bien, ¿las manifestaciones de los “chuligans” –como los han llamado en la prensa– podría obedecer a algo de esto? Veamos.

Las acciones de canto jubiloso y destrozos realizadas por los hinchas son una puesta en escena, es una actuación que expresa algo, es una catalización social que tiene su propio lenguaje. ¿Pero cuál?, revisemos un par de ejemplos:

a) Sensación de desigualdad: No es difícil darse cuenta de que muchas personas son víctimas de desigualdades económicas o brechas socio-económicas, las cuales son percibidas como injusticia, por ejemplo: alzas en los combustibles, sueldos a los que solamente se les actualiza el IPC, mientras que por otro lado aparecen las astronómicas ganancias de las APF, ISAPRES y cadenas comerciales. ¿Acaso esto no podría ser una manera de violencia en el sentido de que el sujeto violentado queda anulado y desesperanzado sin la posibilidad de que su reclamo sea oído?

b) La educación: Hoy por hoy, está en boga la reforma a la educación que apunta a cambiar tres ejes (fin al lucro, a la selección y al copago), sin embargo, para lograr esto requiere del éxito de la reforma tributaria. Es posible que en este marco, la ciudadanía perciba esta situación como una sensación en que los que ganan fortunas (muchos de ellos católicos de misa semanal) no quieren tender una mano para que todos puedan vivir con dignidad. ¿Acaso el trabajador y estudiante no lo percibe también paradójico o contradictorio y por lo tanto como otra forma de violencia?

Tal vez, el canto “a capela” a un solo compás traiga consigo esta ilusión de igualdad y dignidad, que se contrasta paradójicamente con la furia desbordada. Arrebato que se rebela contra los otros encapuchados, esos que han violentado constantemente a muchas hordas que, en complicidad de la masa y sin mucho control de sí mismos, emergen como emociones y/o sentimientos desbordados. Es cierto que desmedidos, pero también en cada acto de agresión contra lo propio y lo del otro, se puede extraer un texto que está detrás del acto.

Seguramente, las acciones de estos hinchas no se pueden simplificar a sentimientos de ser maltratados por la desigualdad que persiste y que lo viven constantemente, pero la desconfianza hacia el otro, los gestos ausentes de corresponsabilidad o la seguridad social mejoraría si todos y, en el grado que les corresponde, pudiesen visualizar al otro como igual, como sujeto de derecho y no como alguien que suscita el temor amenazante producto de la persistencia de las brechas que generalmente son sociales y económicas. De esta manera, el ciudadano común, el hincha apasionado encuentra en estos espacios sociales la oportunidad (no muy consciente de ello) de expresar agresivamente un malestar que no logra verbalizar sino que actuar.

5 de junio de 2014

Aborto y Deseo

Por Peter Molineaux

Uno de los ejes centrales en la discusión sobre el aborto, del aborto como tal —legal y seguro–, es la pregunta por el inicio de la vida. Si el inicio es en la concepción, la madre #prestaelcuerpo y las autoridades morales se atribuyen dominio sobre esa mujer porque portaría a un pequeño inocente que necesita protección. Y cuando ese bebé nazca, como sugirió en su momento Sebastián Piñera, la madre, aunque sea una niña, tendrá que desarrollar la madurez suficiente para cuidar a la criatura. Es un tema tan apasionante para el Ex-Presidente que le dedicó desde twitter sus únicos comentarios sobre la Cuenta Pública del 21 de mayo de la Presidenta Bachelet, rompiendo de cierta manera la tradición en la que los presidentes salientes eligen no referirse a temas de contingencia política, por lo menos durante un tiempo prudente luego de dejar La Moneda. Habla, como lo hacen los opositores al aborto, de los niños que están por nacer.

La actual Ministra de Salud, Helia Molina, causó polémica el fin de semana pasado con su frase "Es la mujer la que apechuga en el embarazo, no el cura, ni el de la UDI" en referencia a la conocida posición de la Iglesia Católica y de la derecha conservadora. Esa es la defensa de una mujer desde la preocupación por su salud, por su vida, contra la colonización moralizante de su cuerpo.

El problema de la determinación del inicio de la vida es justamente el problema de cuándo eso que crece en el vientre de una mujer se convierte en otro, distinto a su cuerpo: un otro que por ser sujeto tendría derechos humanos entre los que prima, por supuesto, el derecho a la vida. Hablar de niño o de bebé durante el embarazo apunta en ese sentido. Los niños que están por nacer.

Al pensar el momento de la concepción como el momento en el que aparece un niño, se proyecta hacia ahora lo que sería en el futuro un bebé nacido, ya separado del cuerpo de la madre. Sin embargo, cuando efectivamente nace ese bebé, sigue pegado al cuerpo de la madre y el apechugamineto al que se refiere la Ministra es literal. El pecho, la leche, el abrigo, la mirada de la madre, hacen que viva esa criatura, pero no como un otro sino todavía como parte de su cuerpo. De hecho el infante humano, si sabe algo de su existencia, es en lo que ve en la mirada de su madre. Aunque la madre biológica no esté, por las razones que sean —abandono, adopción, muerte, depresión post-parto—, para hacer existir a ese bebé alguien cumplirá esa función para que el niño que ya nació se vaya haciendo sujeto. Sin esa función no hay sujeto. Es lo que sucede en el síndrome de hospitalismo descrito por Spitz.

Aquella función que lleva a cabo la madre tiene en su centro algo absolutamente singular y bien antojadizo que se llama deseo. El deseo de la madre es el que hace vivir a eso que está por nacer, incluso bastante más allá de su nacimiento. De hecho, lo que los psicoanalistas conocen como el Estadio del Espejo, momento en que por la identificación especular a un otro el bebé humano empieza a organizar su yo, accediendo justamente a la subjetivación, puede no ocurrir hasta los 18 meses. Es decir que ese cuerpo del bebé es aún del cuerpo de la madre el tiempo cronológico equivalente hasta a dos embarazos luego de nacido. Es su deseo sobre su cuerpo el que sostiene a esa vida por nacer y, sobre todo, o por más tiempo al menos, ya nacida. Se reafirma el argumento del apechugamiento: sin el deseo de la madre el bebé no puede vivir.

Ahora bien, el deseo de una mujer no tiene por qué coincidir necesariamente con el deseo de ser madre. Pero es su deseo inconsciente el que permite que se acoja en su vientre a ese apéndice que crece. Dicho simplemente: no hay embarazo no deseado. Hay deseo allí. Puede ser, claro, el deseo de ser madre, pero también puede ser otro deseo: el deseo de hacer lazo, de ser amada, por ejemplo; o el deseo de estar y permanecer embarazada, sin parir jamás. O en su versión más tanática: deseo de joder al otro o de joderse a si misma o a su propia madre o padre. Nada de eso tiene por qué estar alineado con el deseo de ser madre.

La lógica de los niños que están por nacer, en su defensa de la vida, fuerza al deseo de una mujer a someterse al ideal de la maternidad. Lo que se salta, lo que no toma en cuenta, es que para que esa vida viva tiene que haber deseo y que en el umbral entre el deseo de esa mujer que se embarazó y esa madre que hace vivir a una criatura hay un paso que solo puede dar ella.

Es un paso que no incumbe más que a ella porque aún se trata de su deseo.

Ese aún es el que interesa como espacio posible, como momento de decisión de continuar o no con eso que se hizo cuerpo en su cuerpo por su deseo. Abortar, en ese umbral, tendrá que ser legal para que ese tiempo exista, aunque dure algunos días o semanas, porque esa decisión tiene que ser tomada sin convertir a una mujer que desea en criminal por no desear ser madre. Por el otro lado, para no ir demasiado lejos en una sola dirección, el aborto no puede ser banalizado al punto de convertirse en método anticonceptivo porque el deseo que permite cada embarazo no es banal y algo del acto de interrumpir la gestación también irrumpe, a veces brutalmente, en el aparato deseante de esa mujer que se embarazó.