18 de octubre de 2013

Emblemáticos por un cuerpo

Por Antonio Moreno Obando

Resulta inevitable hoy ver nuevamente a los estudiantes recargados con la pesada cruz de la segregación y la violación de sus derechos. A propósito del ranking de notas para la postulación universitaria, hemos visto a dirigentes estudiantiles emblemáticos y segregados poner el pecho a las palabras, en un tiroteo de argumentos absolutos en favor de una causa propia.

Una vez más, como tantas otras, el juicio público sobre nuestra veja inequidad, recae durante estos días como chivo expiatorio en la imagen de niños emblemáticos incrustados en las cuñas de noticiero, mientras aparece ausente del escarnio el contexto hablado por los adultos desde el cual en las aulas y en los hogares estos noveles cuerpos encarnan sus amores.

Lo que se pone en juego en estas rebuscadas comunicaciones es la identidad, la imagen, el emblema, pero siempre desde el engaño del que carga de un mandato ese ideal pregnante, es que no es el mismo asunto la impronta de un emblema para un estudiante que para el adulto.

La identificación para el psicoanálisis, por más propia y auténtica que parezca el objeto de su acepción, nace necesariamente con el otro. La formulación de un rasgo único(unario)primero presente en el otro y luego incorporado en lo propio, hace posible pensar el Uno como el Otro, ya que eso uno que se tiene cobra sentido porque existe todo lo otro y por lo tanto es la posibilidad de la pura diferencia. Al mismo tiempo, tomar algo único del otro, rasgo único, es una forma de apegarse al objeto, en un acto de amor que permite salvarse del vacío y construir en ese vínculo un sentido de mismidad.

En un nivel del desarrollo como el de un estudiante, para Freud, se debe lidiar con el trance de despojarse del cuerpo de la infancia y por lo tanto reencontrase con el objeto de amor, asunto que resulta tan dramático en muchos de nuestros adolescentes. Entonces proteger la identidad de ese rasgo unario, de eso que se incorpora del otro para sellar la propia mismidad, puede ser un atajo importante al vacío.

El adolescente está sumido en las trasformaciones del cuerpo, desencajando los amores tramitados desde la obsoleta imagen del cuerpo infantil, llenando de incertidumbre su posibilidad de reencuentro con el objeto amado. Desde esta peripecia, el emblema como por ejemplo el signo de un colegio, puede representar algo que reviste un valor mayor: signo que primero fue de otros, los más deseados, y que luego se hicieron parte de sí. Lo emblemático entonces marca ese rasgo unario característico de lo deseable en eso otro y que luego se integró a la propia singularidad.

Se puede pensar en el caso de alguno de los estudiantes emblemáticos molestos con el ranking, la presencia siniestra de perder lo singular que por el momento acciona como un ancla el limite identitario con el deseo de los otros, de eso Otro.

Mientras ocurre la discusión y el horror vacui de perder el rasgo unario de lo emblemático, surge también en estos jóvenes la amenaza de ser intencionadamente conducidos al rompimiento del movimiento estudiantil por ese Otro, fuente muy importante de la nueva impronta y las nueva demandas de amor-derechos del joven estudiante. Esta amenaza no hace sino remarcar la amenaza que se cierne como una sombra ominosa: en la irrupción desenfrenada del otro, perder la interioridad afirmada desde la identidad ideal del liceo emblemático.

La pregunta surge con más fuerza sobre el significado para un adulto, el cual requiere de un emblema. Cabe entonces una pregunta por la identidad y sus avatares de quienes que ya han pasado por este momento de su desarrollo y que desde la solapa de los estudiantes logran colgar un emblema que pueda representar para ellos un mejor pasar en la dolorosa competencia diaria por el prestigio. Más allá de las cacerías morales, quizás sea ya el momento de ver esos esfuerzos puestos en palabras a través de nuevas cuñas televisivas y comenzar a cargar la pesada cruz de las cuentas con el sistema a aquellos que están en la posición de hacerlo.