19 de marzo de 2013

La cruz de Francisco

Por Antonio Moreno Obando

Hoy tenemos un Santo Padre muy conocido por nosotros, de esa manera como se conoce a un vecino aquí en Latinoamérica: aunque jamás se le dirija la palabra se puede saber qué come, qué piensa, incluso qué tipo de calzoncillos usa. También se le puede tener afecto o se le puede odiar, están demasiado expuestas sus miserias.

Y así de repente un día el vecino se hizo el Sumo Pontífice. Antes de celebrar primero aparece la suspicacia, ya habrá tiempo para los festejos. Sin embargo lo que genera en todo el vecindario este nombramiento con su perplejidad es un incansable gesto de asombro y sorpresa, como si no se pudiera hablar de otra cosa. Nos encontramos en el espacio público con los ojos redondos ya saliendo de sus órbitas, muy pendientes a los pasos de esta nueva autoridad. Se ha vuelto fundamental para los vecinos saber sobre su probidad, sobre su calidad moral, sobre su verdadero carácter, puede ser un demonio o un santo, un guerrillero o un nuevo paladín conservador, quién sabe...

Todo esto nos remece algo del sujeto, nos obliga a cortar algo de continuidad en nuestros discursos católicos o ateos obligándonos a relanzarnos en nuevas frases, no solo sobre un personaje famoso en particular, sino que sobre nuestro propia escatología; es que para los católicos pensar en la muerte, en el cielo o el infierno es así de anal.

Hay una clave de lectura de Lacan que alguna vez usó para poder acercarse mejor al texto freudiano y sus problemas clínicos que podría sernos útil en este comidillo. Lacan echó mano de la lingüística para diferenciar el sujeto del enunciado y el sujeto de la enunciación, donde en palabras simples el primero sería el de lo dicho y el segundo el del acto de decir. Al pensar este binomio, se puede representar el problema del sujeto con su ineluctable división, circunstancia en la cual su verdad parece confundida entre estas dos mitades, la mayor parte de los tiempos discordantes entre si.

El sujeto del enunciado del Papa de apoco comienza a aparecer en los espacios públicos; lentamente aparecen sus dichos a través de su prolíficas publicaciones, hasta el momento solo editadas en Argentina, o a través de imágenes de archivo de los noticieros de la televisión. Así como conociendo nos vamos enterando de un tipo misógino, homofóbico y opositor no solo a los Kirchner sino que a las soluciones que los neosocialismos latinos ofrecen a los problemas sociales.

Pero por otra parte hay un sujeto de la enunciación que puede adivinarse sin necesidad de tenerlo tendido en un diván. Todavía anda en buses como un cardenal, no se pone la muceta roja de papa, paga la cuenta y pide que lo reconozcan como otro obispo más. Sin embargo destaca un acto más llamativo que la simple extravagancia: no se pone la cruz de los papas, sino que mantiene la suya. ¿Qué tipo de verdad se está colando en estos actos de la enunciación?

Desde esta pregunta por la cruz, puntúo a continuación tres palabras que lo acompañan en este tiempo de nombramientos:

1.- Francisco: Francisco de Asís, monje mendicante del siglo XII, tiene no solo la marca de la pobreza sino también la de la trasgresión y de la crítica feroz que avivaba los corazones espirituales de la época. Junto a su prédica que condenaba el interés de la iglesia sobre sus patrimonios, tanto de sus feligreses como de sus tesoros santos, estaba también la de los cátaros, quienes si bien se basaban en principios más radicales que los de Francisco, compartían el mismo fondo de la lucha. Los cátaros no tenían la misma cruz que los Apostólicos Romanos, porque su sentido de la venida de Jesús era diferente. El desenlace fue muy distinto para ambos frentes de esta lucha disidente: Francisco logro hacer reconocer a su orden y transformarla en una de las más populares durante los siguientes siglos, mientras que los cátaros fueron masacrados en una cruzada especialmente organizada contra ellos.

Más allá de las posiciones que se puedan tomar sobre los hechos historiográficos, el mensaje de Francisco aunque dosificado, sigue aún vigente hasta nuestros días. En cambio a los cátaros se los puede conocer hoy a través de algunos blog conspiranoicos de la web.

2.- Latino: Después del Concilio Vaticano Segundo, mientras en Paris los más alocados intelectuales tenían su mayo del 68, en Latinoamérica teníamos la Conferencia General de Medellin del 68, la cual no solo toma enserio las nuevas orientaciones sociales que por primera vez emanaban desde Roma, sino que se las llevó a una postura más radical a través de un corpus importado de las ciencias sociales y filosofía laica, llegando fiablemente al marxismo y su materialismo histórico. Esta revolución de la doctrina agitó con vehemencia los corazones espirituales en nuestro continente. En Chile tuvimos también su materialización histórica política laica y también pastoral. El peruano Gustavo Gutiérrez produjo el manifiesto de esta nueva misión: La Teología de la Liberación. Esta producción teológica latina fue capaz de levantar con mucho vigor miles de nuevas vocaciones en muy corto tiempo y comenzaron rápidamente a desplegarse a través de los distintos dispositivos de la evangelización. Fue tan grande el impacto que provocaron estas ideas en la iglesia, que tuvieron que ser rápidamente purgadas por el mismo Consejo Episcopal Latinoamericano, desde el año 72 en adelante.

Gutiérrez y su grupo fueron capaces de encontrar un punto de desestabilización clave en la administración de la curia, inspirándose en el desparpajo y poética de nuestro realismo mágico. Es que hay algo en nuestro razonamiento que no solo está basado en la irremediable preocupación por los pobres, sino que también está favorecida por esa distancia con la acepción de las palabras que nos deja libres transitando con desparpajo por los discursos. Así fue como Gutiérrez en un par de páginas de su manifiesto pudo instalar el neologismo ortopraxis, ya que desde su inteligencia de la fe como razón crítica, debía construir un reverso para la ortodoxia, esa que se erigió como bandera de guerras, almas condenadas y cuerpos quemados, durante tantos siglos a costa de interminables problemas escolásticos.

Esta Teología de la Liberación ha sido por lejos lo más relevante en términos discursivos como producción original en Latinoamérica para la iglesia universal. Al menos hasta estos nuevos acontecimientos.

3.- Cómplice: Bergoglio tiene el rostro del silencio de la iglesia Argentina durante la violación de los derechos humanos por parte de Videla. Más allá de las pruebas que puedan existir para inculparlo en una causa en particular, labor que se hace muy difícil más aún en estos días, es la constatación de una complicidad lo que indigna. A pesar de presumir esta gigantesca omisión forzada por la extorsión y la intimidación de la fuerza, de todas formas queda ineluctable la imagen de líderes espirituales sin el coraje ni el amor suficiente como para combatir. El pueblo argentino culpa a su iglesia de no defender a sus hermanos de la masacre, de sentarse a ver como el pueblo era aplastado sin importar que en esos oprimidos estuviera también el rostro de Cristo. Pero algo tiene de redentor el ministerio de San Pedro, porque también él fue un cobarde y cómplice al negar al Jesús oprimido y torturado.

¿Cuál será la Cruz de un Santo Padre Latino? quizás no sea la misma que reposa en los cofres de oro del imperio vaticano, parece estar más cercana a las miserias de los conquistados, ese que de indio quiso ser ignaciano como sus profesores y desde ahí lidiar con esa pobreza en el paisaje, lleno de ese realismo mágico y su laxitud poética con la lengua docta, esa cobardía terrible frente al fusil, esa inconsecuencia que hace que pueda surgir una disonancia entre el enunciado y la enunciación para que aparezca algo de la verdad.

1 de marzo de 2013

El festival agudo

Por Peter Molineaux

El final del verano trae siempre en Chile el gran evento mediático del Festival de la Canción de Viña del Mar. Los diarios estivales, los noticieros y –por supuesto– los programas de farándula están saturados de información e imágenes sobre los artistas, los rostros y la reina. El espectáculo en las primeras planas.

Pero más allá de la música, de las conferencias de prensa y de las voces de los animadores hay un sonido, un ruido que aparece en todos lados, a cualquier hora del día y que responde a la aparición de algún cantante frente a su fanaticada: el chillido. Ya sean los hermanos Jonas en Viña o Los Beatles en su gira del '65, ese ruido estalla estridente desde las aglomeraciones de público, sobre todo femenino y sobre todo adolescente.

Es un grito agudo, sostenido. En sus casos más intensos el chillido se acompaña de llanto, pérdida del equilibrio, agitación física y a veces hasta de un desplome completo. Ocurre mucho en las adolescentes, incluso en aquellas muy jóvenes cómo ha descubierto y explotado meticulosamente Disney, provocando el fenómeno en niñas de 9, 10 u 11 años con la fabricación de estrellas de corta edad dirigidas a ese mercado.

El chillido no se da tanto entre varones y si ocurre aparece como una característica más bien femenina del sujeto. Entre las mujeres adultas ocurre un poco, pero con el paso de los años sucumbe a la compostura y aparece muy esporádicamente, quizás al calor de una despedida de soltera.

Es, en suma, un fenómeno circunscrito casi por completo a la adolescencia femenina.

La intensidad de la vida afectiva adolescente se explica para el psicoanálisis por el hecho de que la maduración física del cuerpo, su desarrollo sexual, reanima de manera vigorosa los fantasmas que fueron enterrados por cada sujeto en su infancia. Estos fantasmas, dramatizados por Freud con su referencia a la tragedia de Edipo Rey, tienen una alta carga afectiva y llevan a cuestas el peso terrible de la castración. La dinámica edípica pone para el infante humano a las figuras paternas, maternas y fraternas en una escena que infusiona grandes cantidades de amor y odio, vida y muerte, una guerra de afectos al interior del pequeño aparato psíquico en formación. Ver la pataleta de un niño o de una niña nos da una idea de la intensidad involucrada en esos años.

El paso de esa tormenta por la vida infantil es aplastada por la represión cerca de los 4 o 5 años y establece el espacio psíquico conocido como inconsciente. Sobreviene una etapa de relativa calma que Freud llamó latencia en la que se adquieren habilidades sociales, culturales, físicas. La vida afectiva que sacude con intensidad al pequeño neurótico infantil es, para el inventor del psicoanálisis, de naturaleza sexual, libidinal. Reaparece en la pubertad porque justamente la maduración sexual del cuerpo reanima desde lo inconsciente a esos fantasmas edípicos primordiales que ahora se ponen en juego fuera de la familia, en las intensas primeras relaciones de amor exogámico.

El chillido festivalero toma su fuerza de esa intensidad. Pero se agrega otra cosa en ese grito que se apodera de las pequeñas fanáticas de Justin Bieber o Matt Hunter: su persistencia y la manera en que sobrecoge al cuerpo son evidencia de que ahí hay gran cantidad de goce. En sus elaboraciones sobre la sexualidad humana, Jacques Lacan llegó a un punto en el que complejizó su concepto revolucionario –jouissance (goce)– elaborando dos formas de gozar: goce fálico y goce Otro o femenino. Ninguno es exclusivo de uno u otro sexo, pero sí son prueba de lo imposible de la complementariedad entre los sexos: de ahí que no hay relación sexual, célebre frase lacaniana.

Goce suplementario, decía, desechando para la teoría psicoanalítica toda ilusión de medias naranjas con finales felices: no hay complemento, hay un goce limitado por su propia estructura –fálico– y hay un goce Otro –femenino– que escapa a todo orden, que es de otro orden, persistente y que no se cruza para nada con lo fálico. No se cruza.

El chillido de la fanática adolescente no es una petición de cruce, no es sexual. La posición inalcanzable –literalmente intocable– del ídolo es condición necesaria para provocar el alarido. Pero ese alarido no es una provocación. Es un cuerpo atravesado por el goce y ubicado justo en la imposibilidad que impone la castración. La castración, sacrificio hecho por los humanos para entrar en el pacto social, es el campo del goce fálico, de los placeres recortados, del goce sexual como compensación por la pérdida del goce absoluto. Justo en el momento de revisitar inconscientemente la sexualidad infantil y la castración en la adolescencia, algo se asoma de ese Otro goce, desconocido para el orden fálico de la adultez.

Disney promocionó en la época más juvenil de los Jonas Brothers una moda para sus fanáticas: anillos de castidad. Cada uno de los hermanos usaba uno en su mano para simbolizar que eran vírgenes y que iban a resguardar su castidad por ser valiosa. Las niñitas podían comprar los mismos anillos y comulgar de esa manera asexuada con sus idolatrados artistas.

Seguramente la firma de Mickey Mouse buscaba con ese gesto camuflar lo que fácilmente podía ser confundido con una sexualización de las jóvenes aficionadas. Pero lo que hay en el retorcimiento de las fans, a pesar de tener la apariencia de tomar el cuerpo como lo hace lo sexual, es otra cosa, es Otro goce. Lo que el saber fálico de hombres adultos pensó ver en esos chillidos es en realidad aquello que no tiene nada que ver con la sexualidad y sobre lo que ese saber no tiene idea.

El ruido estridente que se escucha al final del verano en Chile toma su intensidad de la reaparición de lo sexual en la adolescencia y se empalma, frente al ídolo perfecto –remitente a los idealizados fantasmas infantiles– con una fuerza desconocida, persistente y absolutamente otra que es el goce femenino. Es una ventana pequeña, que no dura demasiado tiempo, pero que muestra la persistencia de lo infinito más allá de nuestras limitaciones de sujeto sexuado.