14 de julio de 2014

La violencia de estos acuerdos

Por Antonio Moreno Obando
@monodias

El regreso de nuestra vieja política de los acuerdos nos ha dejado inquietos. Si bien reaparecen estos selfies de unidad como una forma de dar tranquilidad al lego reclamante, deja en todas las partes un resto de insatisfacción. Llegan temprano las quejas de vulneración de los principios, pero rápido se responde que la madurez política  es así. Aun considerando los avances en las tácticas de los bandos, hay algo en esta repetida ecuación que nos recorta algo más que lo aceptable.  

Resulta útil tomar el problema que plantea el italiano Esposito sobre la tensión irreductible entre el acto político y la filosofía política: así como el uno trata de provocar al otro, por más que lo intenten no hay forma de que estén en una relación continua. Esta separación se hace familiar al psicoanálisis, ya que a partir de un alma humana escindida, eso que es provocado desde el conflicto como un acto, nunca logra ser sofocado o al menos explicado del todo desde las representaciones y el orden de sentido que supone la filosofía política y sus lógicas.

Desde este problema entonces nos cabe la pregunta de si nuestra política de los acuerdos está más del lado de un genuino acto político o está del lado de la parsimonia filosófica de una explicación en favor de la estabilidad.

Este problema del acto político y su realidad viene a enredarse en la lectura que hace Marcuse de Freud sobre el mecanismo de la sublimación y su función en la sociedad, entendiéndola como el esfuerzo del aparato psíquico por cambiar el objeto sexual de nuestras pulsiones en favor de satisfacciones más aceptables para un sujeto que por ser social, es exigido y vigilado. Dice Marcuse “la cultura obtiene una gran parte de la energía mental que necesita sustrayéndola de la sexualidad.” Luego agrega una cita de Freud en El malestar en la cultura: “el trabajo diario de ganarse la vida ofrece una particular satisfacción cuando ha sido seleccionado libremente.” Marcuse problematiza la posibilidad de que las condiciones materiales del trabajo y su forma de producción en este modelo económico permitan efectivamente al sujeto trabajador elegir libremente lo que hace.

En un territorio como el chileno, los cuerpos son exigidos para ser mejor que el otro, para tener el máximo mérito en sus niños y así merecer una educación de calidad cuyo fin es ser entrenado en una labor que en la adultez le permita calificar a la máxima capacidad de endeudamiento. El resultado es que los montos de insatisfacción en esta cadena productiva nacional son directamente proporcionales a los esfuerzos que debemos hacer para hacer crecer la economía.

¿Dónde queda en el sujeto el profundo disgusto por su trabajo? ¿En qué minuto y de qué forma ese malestar aparece en el espacio público y qué relación tiene con la violencia?

Volver a darse la mano para un acuerdo, hoy en este país, no es necesariamente un genuino acto político. Sí es posible entenderlo como un ordenamiento de las representaciones que pueda darle una mayor operatividad a las actuales lógicas de producción. Si el acto de nuestra maquina productiva tiene estatuto de político o de violencia, es otra discusión que debemos dar muy pronto, de una vez por todas. Quizás para la asamblea constituyente.

Pero, desde la lógica de Esposito, este nuevo reordenamiento de Reforma Tributaria no logra ser un genuino acto político. Solo alcanza a ser una reafirmación ideológica desde la cual no hay espacio para acoger el conflicto, todo lo contrario, más bien pretende controlarlo hasta hacerlo parte de su equilibrio. En ningún momento pretende decir algo sobre el malestar de los cuerpos que trabajan sin satisfacción alguna en una cadena productiva, esos que han salido a la calle durante estos años a marchar por otra educación para sus hijos, que han votado a regañadientes por la actual Nueva Mayoría y que deben mirar cómo sus representantes se fortalecen en lógicas que no les pertenecen como votantes.

Actos políticos más bien parecen las manifestaciones de violencia que no hemos parado de ver mientras se reinstalaban los grandes acuerdos. Una y otra y mil veces, el conflicto asoma sin razones, pero cometidos por esos cuerpos llenos de algo que no tiene forma de explicarse en la lógica de los acuerdos. Entonces una y otra vez la plaza pública con sus representantes condenan y sancionan moralmente aquello con lo cual no son capaces de relacionarse, esperando que esos actos sean al fin acomodados a los acuerdos que con tanta tinta han firmado.

Si bien el malestar estará siempre presente en nuestros cuerpos trabajadores, aunque paguen más o menos impuestos, lo que se pide a los representantes de la ciudadanía y a sus mecanismos instituciones es al menos un reconocimiento del acto político; pero no la política de etiquetarse en sus propias fotos, sino de hacer el gesto de poner en palabras nuestros malestares, nuestras sexualidades, nuestras subjetividades, porque todo eso es en definitiva lo que constituye y legitima el Estado.