13 de febrero de 2015

Animales

Por Peter Molineaux

A mediados de los años 2000 se podía encontrar en las licorerías de Francia un vino chileno llamado Quiltro. En la etiqueta posterior rezaba una pequeña leyenda sobre estos simpáticos perritos con los que uno se encontraba en la calle al visitar nuestro austral país. 

Folklórico, ¿no?

Hoy en Chile, tras el intento por parte del Servicio Agrícola y Ganadero (SAG) de incluir dentro de la #leydecaza la posibilidad de cazar perros salvajes —asilvestrados— que en los campos, praderas y oasis atacan a los animales de la pequeña ganadería, ha explotado el mundo animalista, aullando al cielo y chillando frente a todo aquel que no tenga el corazón para condenar esta crueldad contra los perritos. 

El mismo SAG, sucumbiendo a la presión del mundo doglover, tuvo que suspender la medida a la espera de una mesa de diálogo amplia para definir qué hacer con el candente problema de estas jaurías que incluyen en su abanico de atacados a los seres humanos.

Los militantes del amor puro hacia las mascotas difunden en las redes sociales enternecedoras fotos de cachupines abandonados y luego saneados, otros adorables con ojos de tristeza e incluso hacen trascender la idea de que ahora un cazador malvado, cual Historia de Babar, podrá venir a matar a tu regalón si éste se aleja unos cuantos metros de casa. La medida que se intentó promulgar, en realidad, estaba dirigida a esas jaurías de perros que se han reproducido lejos de la domesticación y la ternura, desarrollando por adaptación a su medio y selección natural mayor fuerza mandibular, instinto de caza y organización para derribar a animales que superan en dos o tres veces su tamaño. Venga perrito, pssst pssst pssst. Veeeeeenga.

La propuesta del SAG no consideraba la caza del quiltro callejero, por costumbre urbano y dependiente de los humanos y su trato o maltrato dentro de la ciudad. Ese no estaba en la mira del cazador. El que estaba en la mira era justamente el perro cazador, que por su irrupción en los ecosistemas se va convirtiendo en plaga, con los efectos catastróficos que eso trae para flora, fauna y humano.

Hay que separar, por supuesto, al quiltro urbano, que es el efecto de una ciudad que los cuida mal, tanto por abandono como por la falta de una política clara de contención y trato institucional de estos animales, del perro asilvestrado, que por adaptarse al hostil medio salvaje y por ganarle a sus rivales en el canibalismo ha logrado una fuerza y destreza que amenazan gravemente a su entorno.

El quiltro urbano, con los cuidados necesarios, podrá vivir con una persona, familia o comunidad sin mayores sobresaltos, recibiendo los afectos humanos gracias a su naturaleza gregaria y sus ojos grandes, adaptados durante milenios para la vida con personas. El asilvestrado es otra cosa.

El amor por las mascotas, en su mayoría perros y gatos, acaece por un proceso de proyección e identificación. A pesar de que un perro tenga instintos y una gama de reacciones emocionales básicas que pueden ir desde el miedo a la rabia, producen en muchas personas la idea de que  tienen afectos más complejos como la lealtad, el cariño, la paciencia o simplemente el amor-por-mi. Las emociones complejas son una característica exclusiva de los seres humanos que, por su condición de hablantes, logran una relación simbólica con los afectos básicos, armando por metáfora y metonimia un entramado psíquico por el que se dirige aquello que se siente a través del lenguaje. El manoseado ejemplo de la palabra portuguesa saudade muestra cómo un sentimiento complejo sólo existe gracias a la lengua.

Entonces, la formación de sentimientos complejos con un animal, que sólo puede expresar emociones básicas y conductas instintivas (que también pueden ser pseudosociales), sucede cuando el humano proyecta sobre ellos sus emociones (simpatía, ternura, admiración) y luego se identifica con esas emociones, cerrando el circuito en un amor completito donde el otro no molesta más que por sus desechos corporales y algún resto de instinto que lo lleve a romper de vez en cuando un zapato viejo.
 
Cuando el animalista aúlla en twitter porque alguien dijo que los animales son inferiores a los humanos o, más recientemente, cuando sus bocas espumantes logran hacer retroceder al SAG en su decisión, se pone en evidencia la potencia de la estructura de la identificación, pues en aquello a lo que nos identificamos está nuestro amor propio, nuestro narcisismo. Los dueños se van pareciendo cada vez más a sus mascotas.

Por otra parte, el maltrato a los animales es obviamente un reflejo de la crueldad del maltratador, llevándonos a pensar que en sus relaciones a otro humano también deberá haber algo de esa crueldad. Asimismo, la compasión hacia los animales también predice compasión en lo humano. Pero la defensa de lo silvestre por una identificación ciega y el ataque salvaje hacia cualquier cuestionamiento del animalismo te convierte, finalmente, en animal.

Ya dentro de la cuidad y los muros de la civilización, cabe pensar en lo siguiente: si en nuestro trato a los perros está nuestro trato a nosotros mismos, ¿qué nos dice la postal chilena de las calles llenas de quiltros? ¿Somos un país de perros callejeros? ¿De huachos cuidados a medias por todos y a cargo de ninguno? ¿Tenemos una respuesta responsable a este problema que no termine en una trifulca de emociones básicas?

Se convocará a una mesa amplia a la que también vendrán los animales. Sit. Tranquilo. Eeeeso.