26 de octubre de 2012

Tolerancia 5.0

Por Peter Molineaux

Se ha instalado en estos días la polémica por el uso del alcotest. Preocupan los altísimos niveles de alcohol en la sangre que estos aparatos han arrojado en casos mediatizados por involucrar a algún personaje famoso. En el caso de Daniela Ramírez se contrastó su resultado de 3.8 gramos de alcohol por litro de sangre con el 1.6 que resultó en la posterior alcoholemia (el test con extracción de sangre que se considera judicialmente para dictar sentencia). En el caso de Manuel Neira, sorprende el resultado de 5.0 que aún no ha sido comparado con la alcoholemia porque los resultados de ese examen demoran. Expertos dicen que con esa cantidad de alcohol en la sangre el futbolista habría estado en un coma etílico.

En este contexto un par de jueces se permitieron decir que quizás los alcotest no son muy fiables, desatando las reacciones y contrarreacciones.

Francisca Florenzano, directora del SENDA (Servicio Nacional para la Prevención y Rehabilitación del Consumo de Drogas y Alcohol) defendió el uso del alcotest como una manera de estimar el alcohol en la sangre y dijo que nunca una persona que es categorizada como ebria con un alcotest resulta no estarlo al realizarle una alcoholemia. No cambia la categoría, no cuestionemos las mediciones.

El representante de la Defensoría Penal Pública, a cargo de defender a los acusados en tribunales, tenía otra posición: si un test arroja 5.0 no puede ser una prueba admisible en un juicio, no es un instrumento serio.

Otro experto comentaba que si se había recién tomado un trago, el test mide el alcohol que queda en la boca y no lo que podría haber en la sangre. Lo que se quiere saber, en el fondo, es cuánto alcohol hay en el cerebro. Pero para eso no hay test.

Esta polémica se ha instalado luego de la implementación de la ley conocida como "Tolerancia Cero." Tolerancia Cero a algo que no se puede medir. Vaya embrollo. Además no es CERO, sino cero coma tres para estar mal y cero coma ocho para estar muy mal.

La tolerancia es un problema de umbrales. Tolero hasta aquí. Más allá es insoportable. Tolerancia al dolor, por ejemplo. De alguien que bebe bastante, sin mostrar señales de estar borracho se dice "tiene buena tolerancia." Luego pasa su umbral y se acabó.

La eficiencia de la Tolerancia Cero no es poner un rango más bajo a la tolerancia al alcohol en el cuerpo, sino aumentar las penas por manejar alcoholizado y, como manifestó el Ministro de Transportes durante su implementación, que las personas entiendan que no pueden tomar y manejar al mismo tiempo. Su eficacia es que tiene aires de prohibición absoluta sin serlo. Por eso molesta al SENDA que se cuestione al alcotest. Por eso el diputado Hasbún de la Comisión de Transportes lanza acusaciones de irresponsabilidad a los jueces que han hecho declaraciones. ¿Cómo se les ocurre levantar el velo?

Cuando la tolerancia está puesta del lado del sujeto–es decir ¿cuánto puedo tomar sin manejar mal?–los sujetos hacen de las suyas. La clásica yo manejo mejor curao es legítima si depende de mi tolerancia al alcohol. Pero cuando la ley es intolerante, el umbral ya no es el alcohol sino el Superyó. Ese es el paso que dio la ley 20.580: de la tolerancia al alcohol a la prohibición en el campo de la regulación moral interna. Ese es el paso que titubea cuando reparamos en los gramos-más-gramos-menos de alcohol por litro de cuerpo. Y los impulsores de la ley lo saben: llaman en su página web a no sacar cálculos y simplemente a no consumir alcohol si vas a conducir. Buscan instalar un imperativo en su lugar por excelencia, el Superyó.

Ese cambio cultural que se ha buscado con la nueva ley todavía está en potencia y la reacción de los que defienden la Tolerancia Cero frente a la crítica a los métodos policiales y judiciales lo muestra. Para que se produzca esa innovación en nuestra cultura etílica lo que importa es que la ley se ubique en lo subjetivo más allá de las contingencias judiciales. La aparición pública de reparos judiciales trunca la instalación de la ley en su lugar para nuestra cultura.

Carabineros anunció en medio de esta polémica que ya no va a revelar los resultados de los alcotest a la opinión pública en un intento por rescatar aquello que les da a ellos su potencia, más allá de las lumas y las pistolas: la Ley, alojada para el psicoanálisis en ese desprendimiento del Yo que Freud llamó Über-ich.

Ya nos hemos acostumbrado a las celebraciones exaltadas del gobierno de Sebastián Piñera cuando algo asoma como un logro para su gestión. Nos ha dado personalmente la buena cifra de que se han salvado 109 vidas con la ley 20.580. Con ese número se nos hace creer que todas las muertes en accidentes de tránsito que se han evitado son gracias a esa nueva ley. No descorchemos aún las cervezas Cero: queda mucha cifra por cuestionar.

24 de octubre de 2012

No sea cargante: yo no presto el voto

Por Antonio Moreno Obando

A propósito de los llamados a funar las elecciones de este domingo y las encuestas que alarman a la ciudadanía electoral con sus indicadores de alta deserción en las urnas, resuena esta particular frase en nuestra inquieta plaza pública: “yo no presto el voto.” Esta modalización y su sugerente homofonía nos invita a asociar la palabra voto con un conocido préstamo carnal producto de un requerimiento sexual, usufructo muchas veces de carácter abusivo que el amo pide para saciar su interés.

Aunque la asociación es en definitiva de quien suscribe y considerando que para Freud en 1914 la palabra “no” como un símbolo de la negación hace posible pensar ese préstamo negado como un deseo inconsciente, esta intencionada formulación en nuestras redes sociales, pone en tensión el requerimiento participante observador de las normas proferido por Creonte y su consecuente rechazo simbólico, efecto que como en la tragedia nos convoca a la problemática sexual y su ineluctable diferencia, la que no solo es anatómica y genital, que no es solo real y causa, sino que también es política.

Lo que está puesto en cuestión es el sufragio, palabra que también es utilizada en el mundo eclesiástico antiguo para ir en socorro de los pobres: auxilio, responder a la falta, voto, poto, raya, no presto la raya, no presto auxilio, no quiero responder a la falta del otro si me obligan a hacerlo. Cadenas que asocian sus eslabones y se parapetan ante la irrupción abusiva del binominal, dúopolio que a la usanza de un padre y una madre hegemónicos, cierran las ofertas a favor de su propio interés.

¿Por qué un movimiento social conformado por personas que apenas cumplen mayoría de edad, que están agrupados a propósito de temas educacionales son los voceros del doloso sufragio y su actual problema?

Como siempre, el diario El Mercurio arroja luces sobre estas oscuridades. En su editorial de ayer martes 23 de octubre, en el texto titulado Balance de dirigentes universitarios, se lee a propósito de las posturas adoptadas por los dirigentes de la Confech: “Hay un tránsito desde una postura original en que se sentían representantes de la mayoría de la población, y quizá algo exaltados por eventuales conclusiones apresuradas de los resultados de ciertas encuestas, a comprender que las formas de representatividad en la sociedad tienen una institucionalidad construida por la experiencia de generaciones, respondiendo a tradiciones intelectuales respetables, y que para alcanzarla deben cumplir ciertos requisitos (…)

Algo al margen del orden se asoma frente a formulaciones de este calibre. El acto negativo y poco constructivo que inspira esa institucionalidad, esa experiencia y esos requisitos, no necesariamente es una forma de participación, porque en su gesto no pretende ser una ley o una condición de regulación. Algo en la difícil posición del femenino en la conflictiva falocéntrica edípica resuena en esta gran funa: estos cuerpos y sus eróticas con su negatividad deben formular desde niños en su educación tradicional experta e instituida un forzoso cambio de objeto de amor (de la madre al padre en el caso de la niña) y cambio de zona erógena (del clítoris, pequeño pene autosuficiente, a la vagina que recibe acogedoramente) para así poder entrar en la regulación de la ley; formular la falta de adecuación como una carencia se puede plantear para la erótica que rechaza como una exigencia abusiva.

Acá no se trata de reemplazar la ley que hay por otra, se trata precisamente de derrumbar la que hay para generar espacio a un nuevo modo de ser. Gracias a esta negatividad, que es un acto, es posible reacomodar el ordenamiento simbólico que tiene su fundamento en la arbitrariedad. La negatividad deja al descubierto la sublimación que tranquiliza como un velo ante la diferencia y nuevamente pone a los cuerpos en tensión a la espera de un modo que permita reacomodarse.

Cada vez que este discurso de protesta contra el sufragio binominal logra hacer lazo social generando una nueva forma de acuerdo ante la castración, como una nueva forma de ley, irrumpe el acto de la negatividad con su seducción, con su desunión, con su contrariedad, no para una confrontación argumentativa llena de falacias y sentidos, sino que precisamente para dejar la carne abierta sin sentido, a guisa de un voto expuesto.

Con la insensatez de Antígona que alguna vez desafío las reglas de Tebas por una reivindicación al margen del orden público, con la sexualidad de Anti-gona que seduce con la transparencia del mal, con su negatividad, con su ética, pone en escena algo que no quiere entrar en el juego de las regulaciones, que no necesita sufrir el complejo de castración para generar un propio sufragio, para anudar otra deuda, otro goce, otra forma de vivir, otra forma de morir, eso que es tan difícil de tragar para el logos del falo que imaginariamente busca evitar la guadaña que corta.

Esta sexualidad también es una política, son varios Aces bajo la manga que piden mostrar el juego oculto del Amo, y así desafiar el sentido del juego que genera su bluff.

Ya lo sabe estimado amigo del ágora, si usted le pide a alguien que le preste su voto, pues evite ser cargante, el sufragio es sagrado, siempre lo ha sido, como un templo, respételo, úselo cuando usted quiera con su consentimiento y no insista más de la cuenta a quien no lo quiere prestar.

12 de octubre de 2012

Riálity

Por Peter Molineaux

El formato ganador de la TV-realidad se ha ido puliendo con la producción reiterada de los canales de televisión, entre los que el 13 parece haber dominado últimamente a las otras señales. Después del exitoso Mundos Opuestos, Pareja Perfecta logra también buenos ratings con una fórmula que conjuga competencia, ropa ligera y personalidades poco calibradas.

Las reacciones espontáneas de sujetos comunes son parte de la televisión desde sus inicios. Los programas de concursos y cámaras ocultas lograban despertar el interés de las audiencias con las caras de estupor, sorpresa, alegría y euforia de los concursantes desde que todo era en blanco y negro. Pero lo que se ha llamado reality TV estalló luego del éxito en 1992 de una serie de MTV llamada The Real World. Ahí se puso a gente joven y atractiva a vivir junta en una casa con un objetivo común por cumplir. La idea de que haya una competencia entre los concursantes y que se vayan eliminando fue de Survivor en 1993. La expansión de los reality por el mundo ha creado con los años una gran cantidad de versiones locales.

En Chile tenemos las propias y el mundo de la farándula oxigena sus conversaciones con el espectáculo de ver a sus personajes exponer para la cámara un amplio despliegue afectivo. El género tiene también como ventaja que produce al instante nuevos personajes para la escena de la prensa rosa: con un par de episodios, un desconocido se hace famoso o un famoso en desuso se refresca para una nueva vuelta por los titulares. La farándula autopoyética.

A primera vista los reality producen rechazo: no me interesa la vida de esa gente. Sin embargo, al poco andar los espectadores se declaran adictos y el voyeurismo parece inevitable. Para dar ese paso–del rechazo a la adicción–opera una identificación, es decir la incorporación de algo de los personajes de la pantalla como propio. Qué rico vivir en esa casa. Yo le daría un beso. Yo hubiese hecho lo mismo.

Con ese paso dado, ya estamos involucrados afectivamente. Es un fenómeno que también pasa en el cine: de pronto desaparece la distancia con la pantalla y estamos viviendo la historia. El reality, mediante una serie de recursos de edición, se encarga de ordenar una trama que sin la producción sería un montón de personas acostadas la mayor parte del tiempo y haciendo competencias tipo gincana ocasionalmente. El truco que aumenta el atractivo de esta programación es que se trataría de la realidad. Se nos hace creer que la experiencia que tenemos frente a la tele, que está llena de música de fondo, cámaras lentas, iluminación artificial y una historia contada linealmente, son reales.

Y en gran medida es cierto.

Al abrirse paso en su investigación del alma humana, Freud supo tempranamente que lo que existe para los sujetos, su realidad, no es solo lo que perciben. Lo que interesa es la realidad psíquica, un mundo armado con fragmentos de recuerdos y fantasías en una acalorada dinámica interna. Esa realidad está fuertemente en juego en el espectador del reality.

El hecho de que sean personas "de verdad," que no están actuando, facilita el puente identificatorio: podría ser yo. El brillo de los efectos televisivos y los tambores de la música dramática mantienen andando la fantasía. La tele-realidad alcanza con esa fórmula su acceso directo a la realidad psíquica.

Se vive entonces una experiencia afectiva muy cargada y aparecen otros fenómenos: la proyección–ver en el otro lo que no quiero ver en mi–abunda, por ejemplo, en los insultos lanzados a la pantalla o en los comentarios del café de la oficina al día siguiente, susurrados con una medida de pudor. ¿Por qué pudor al admitir que vemos un reality? Porque estamos rompiendo un código moral profundo al mirar la vida íntima de otro, el mismo que rompe el voyeurista en su acto perverso. Ahí funciona nuevamente el hecho de que reality sea "de verdad," produciendo el efecto de culpa desde la consciencia moral, instalada en los sujetos como condición de entrada a la civilización.

El malestar en la civilización es para el psicoanálisis la consecuencia de aceptar el pacto social en contra de la satisfacción inmediata de las pulsiones. Entre esas pulsiones hay una que cursa su satisfacción a través de la mirada y se llama pulsión escópica. Al apagarse el brillo de la pantalla deconsiste la dinámica que mantenía a la realidad psíquica enganchada al reality y queda la culpa de haber conseguido una satisfacción pulsional saltando el cerco de la vida íntima del vecino con el ojo de la televisión. De ahí el menosprecio público a la farándula.

Se pensó durante un tiempo que este formato televisivo iría desapareciendo, que la gente se aburriría de un concepto añejo. Se dijo lo mismo de la televisión cuando era un invento nuevo: ¿Cómo no se cansan de mirar una caja? Por su efectividad en la captura del aparato psíquico y su franqueamiento controlado de la barrera de lo culpógeno, habrá reality por un buen tiempo.

8 de octubre de 2012

Salud y demanda de mala calidad

Por Antonio Moreno Obando

Nuevamente la plaza pública nos convoca a horrorizarnos con nuestro sistema de salud. Esta vez el pretexto fue el largo festejo patrio y su periplo dionisíaco. La mirada apolínea de la profilaxis recibió con desprecio y sin mayor apuro a centenares de pacientes crónicos y desobedientes que con su pseudo-demanda de urgencia coparon nuestra modestísima oferta pública de atención.

Centenares de cuerpos en fila demandando atención a sus dolencias, igual como lo hacían mucho antes de las festividades, tratando con la paciencia de un paciente de instalar una demanda dirigida hacia el saber médico. Pero este saber tan cercano a lo real no solo es guardián de los pasajes hacia la muerte sino que también, y muy a pesar suyo, de sus erogeneidades; entonces los centros de atención deben acoger estas demandas tan espurias: el dolor recurrente que castiga el exceso, el vacío, la caña ulcerosa, irritada o infecciosa, la porfiadez de quien no sigue las prescripciones saludables, las señoras de la queja infinita, las madres apremiadas por una dolencia corriente de sus bebes, los ancianos con sus habituales fallas sistémicas, los locos, los andrajosos que dejan su estela de embriaguez y hedor, en fin.

La fila de cuerpos pacientes es un problema muy antiguo en nuestro país y en América en general, sólo que como problema tiene la particularidad de aparecer como novedad cada vez, igual que una emergencia real, sin huella simbólica, con el tinte del paroxisma. Lo que alcanza apenas a constituir un retorno como retoño son esos viejos testimonios de espera haciendo noticia en los medios de comunicación, poniendo en la circulación pública a la guisa del Sócrates reclamante, lo que carece de virtud en la polis. Pero aunque parece desaparecer tras tanta Mayéutica sobre la salud pública, algo sobre las demandas y sus destinos se han puesto delante de nuestros ojos.

En el afán de focalizar adecuadamente, se discute sobre el tipo de demanda que acoge un servicio asistencial de salud; es que a los crónicos se les ocurre demandar cuando no corresponde, ¿no se dan cuenta que su inútil afán por seguir con sus vidas de manera tan problemática arruina nuestra focalización hacia una clínica eficiente?

¿Cuál es la diferencia entre la demanda de un crónico y la demanda de un agudo? ¿Cuáles son las rentabilidades tras las ofertas que responden a esas demandas?

Según las cifras entregadas por el Subsecretario de Redes Asistenciales, el sector público necesita 320 camas críticas para adultos, lo que significa una inversión 32 millones de dólares. El problema es que el concepto de cama critica y de inversión está fuertemente en disputa: ¿Cuál es el retorno de la inversión en camas criticas? ¿Es la rentabilidad pública o la privada que está puesta en juego?

Hernán Büchi en su columna de ayer domingo en el diario El Mercurio nos da algunas luces sobre el modelo de focalización que una gestión de capitales del siglo XXI debe tener. Nos aclara que el Estado no tiene nada que ver con la generación de riquezas, que estas son privadas, y que la única función del Estado es regular adecuadamente el mercado para los inversionistas y no tratar de generar recursos a través de su propia gestión de capital representado en su presupuesto, como por ejemplo el presupuesto 2013.

Aclarados los roles, ahora debemos ver qué hacemos con las demandas de los crónicos. Un sujeto que no se cura y que consume insumos médicos y prestaciones eternamente debería entonces ser una carga para el Estado porque no genera riqueza y debilita el desarrollo saludable del mercado. Sería rentable para un privado si acaso el PIB fuera lo suficiente como para que un sujeto pobre estuviera dispuesto a pagar por cada uno de los insumos y prestaciones que su patología requiere. El problema es que ese segmento de usuarios tiene un límite en su endeudabilidad, por lo tanto para un capital privado la deuda por enfermedad de alguien que no puede pagar genera activos tóxicos, incobrables.

En este razonamiento entra la unión estratégica del Estado y la rentabilidad privada: si el usuario no puede pagar, el Estado debe pagarnos lo que falta. Pero ya sabemos que la riqueza no es tema del Estado, subvencionar demandas de este tipo es imposible, además que el modelo exige que los propios ciudadanos se hagan cargo de sus carencias y no pidan regalos demasiado caros.

Por lo tanto, si la oferta no es satisfactoria para estos usuarios porque no pueden pagarla o porque si obtienen el bien de consumo no satisface en nada lo que necesita, no podríamos considerar su requerimiento de atención como una verdadera demanda. Si el Estado solo pone reglas y no tiene un capital a su haber, entonces tampoco es un perjuicio para él que exista un conflicto entre privados; no es de su incumbencia arbitrar sobre un consumidor eternamente insatisfecho que ni siquiera tiene dinero ni tiempo de salir a buscar libremente la oferta que requiere.

El problema de estas demandas de emergencia de mala calidad no es su falta gravedad, sino el hecho que emerge y no es reconocida por no adecuarse a la oferta. Los ciudadanos pobres no tienen el dinero como para darse el lujo de transformar sus apremios en demandas verdaderas generadoras de mercados.

A propósito de la respuesta del Subsecretario de Redes Asistenciales, 32 millones de dólares parece marginal; es el valor de un jugador de futbol del alicaído mercado europeo y no parece corresponder ese valor al de las vidas de la fila de cuerpos pacientes que esperan por tener una demanda y de ser acogidos. En esto estaremos de acuerdo todos, sin embargo la diferencia se establece en la gestión de capitales: la compensación de un crónico solo es rentable para ese privado que se representa a si mismo con recursos insignificantes, por lo que para generar nuevos mercados su salud no es significativa. Tampoco es rentable para el Estado, porque según la definición de nuestros intelectuales económicos la rentabilidad de un estado es por definición un error conceptual.

Está muy claro, si usted es pobre trate de no demandar tonteras; tendrá usted una verdadera demanda cuando este apunto de morir o cuando tenga el dinero suficiente para generar ofertas. Mientras tanto debe esperar que algún gurú económico invente un modelo de inversión social que dé evidencia de un retorno significativo a un privado sin que tenga que subsidiar el Estado. Además, si le sirve de consuelo, para algunos psicoanalistas la demanda siempre es demanda de amor, así que trate de molestar menos con sus leseras para que al fin nos podamos dirigir hacia las tareas importantes de nuestro país.