10 de junio de 2015

El Club de los corazones verdaderamente solitarios

Por Francesca Lombardo

(Nota para la película chilena “El Club” dirigida por Pablo Larraín y ganadora del Oso de Plata en el Festival de Cine de Berlín 2015)

"Tras de mí, imperceptible
sin rozarme los hombros
mi ángel muerto, vigía."

Rafael Alberti. Paraíso Perdido 

Me pregunto por qué llamar comedia al género de esta película. ¿Comedia negra? La comedia implica, me parece, un aflojamiento trivial, una sustracción de densidad con el fin de entretener, aliviar, borronear lo trágico. En rigor, ni la trama, ni las imágenes, ni los textos me parecen fáciles y ligeros. Si hay risa no es por comedia sino por lo imposible y trágico, por la angustia ligada a ello. Tal vez cuando se dice “comedia” lo que se pretende es socializarla, volverla más inocua de lo que en realidad es. Nosotros sabemos por lo demás que la vida de los seres humanos se juega siempre primero como tragedia y posteriormente, dependiendo de los recursos internos y externos, tal vez como comedia. También la historia colectiva y singular se juega en esas modalidades. Me parece que El Club se juega todavía en la primera versión.

Solo lo trágico podría dar cuenta de lo enigmático, lo desgarrado y solo que la narración fílmica y textual de esta película muestra.

Más allá o más acá del juicio religioso, jurídico, público, incluso en ausencia y secreto de estos, las abyecciones solo humanas son también el secreto goce antisocial y el tropismo insalvable de disolución en él. El precio no es cuantificable, es alto pero no sabemos cuánto, algo que gira alrededor de precios, de apuestas taciturnas, de resistencia sobreviviente, de porfía humana inquebrantable; eso es lo que conforma el microclima de la obra.

Estos hombres ya no jóvenes y sin embargo cada uno aferrado al niño omnipotente y polimorfo, constituyen en sí y en paisaje algo que seguramente es el último andén antes del fin del viaje.

Un andén empozado para siempre en un límite, una frontera al borde del mar eternamente invernal, una caleta dejada por supuesto de “la mano de Dios,” lugar donde estivan derrumbes, silencios culpables y la mala conciencia de una institución religiosa que separa, fiscaliza y calla con la implacabilidad de lo mudo, es decir de lo inhumano.

Hombres cuyo parentesco radica en ser todos parias, incluida la semi monja que los ordena, nutre y organiza y que presta su astucia a la defensa encarnizada del lugar.

Pero (y este pero me parece fundamental) están los perros, los perros del pueblo, mestizos huérfanos y también los galgos con su hechura competitiva y su origen enigmático. Seguramente no pura sangre pero que aún exhiben sus raros cuerpos góticos, perros antiguos perfilados como dibujos, como signos de la cacería, de la persecución de una presa.

Lebreles veloces a los que se añade plusvalía por casta y por su eventual producción de dinero por apuesta. Animales reales y simbólicos acotados a la caleta y sobre todo a los espacios de competencia, pistas, casilleros de partida, meta, ganancia o pérdida… emoción sin límite de competir, criaturas circulantes que generan circulante.

El galgo es quizás lo único que cohesiona al grupo, lo que le da cierta vitalidad, cierta alegría y orgullo, ocupar el tiempo en entrenarlo, en desafiar el azar con cuidados adyacentes. 

Cinódromos populares y clandestinos en los bordes costeros, también en los predios del interior. Excitación de la competencia: ¿quién llegará primero? ¿Quién agarrará la presa?

¿Quién estará más cerca del señuelo que hace correr, querer, a veces hasta ganar?

La semi monja, la hermana, la única mujer es la que lleva el perro a los perros, la que tutorea su salida y su concurso, la que afronta la rivalidad con los otros hombres y perros.

Los hombres suyos observan desde lejos, se alegran o entristecen de acuerdo al triunfo o la derrota. De lejos, excluidos de lo social, participan clandestinamente de lo clandestino en una eventualidad única de divertimento y de competitividad de los hombres entre si representados por los galgos. Evento en que los solos de corazón por única vez y velozmente dejan de ser los apartados del rebaño por pecados ciertamente capitales y densos, relacionados todos con excesos de depredación diversa.

Los lebreles y esos hombres siguen corriendo por una presa o por un señuelo, no corren como los caballos para adelantar al otro, no, ellos corren porque hay una liebre en juego.

En todo o casi todo nuestro litoral, en balnearios y caletas, siempre hay galgos proletarizados que todavía muestran sus líneas antiguas y finas, enjutas como signos caligráficos.

Es a esos perros que esta nota intenta fijar.

"Grande, tapándolo todo,
la sombra fija del perro."

"¡Salta sobre ellos! ¡Hiérelos!
¡Únelos, sombra del perro!"

Rafael Alberti. Paraíso Perdido 

La mitología universal asocia el perro (Anubis, Cerbero, Xolote…) a la muerte y a los infiernos, al mundo de abajo y a la luna. El símbolo muy complejo del perro se liga a su función “psicopompa,” es decir a cumplir la función de guía mítico en la noche de la muerte luego de haber sido compañero del hombre en el día de la vida.

Enlazador de entre mundos, el perro ha prestado su rostro como guía de las almas y esto en todos los trechos de la historia cultural de Occidente.

El lebrel, a diferencia de las otras razas, es considerado como no impuro sino dotado de “baraka,” en árabe equivalente a buen augurio, suerte, fortuna. Un amuleto vivo que protege.

Los cínicos, filósofos marginales, reclaman como emblema al perro y a la constelación que lleva este nombre. Una escuela filosófica de cynos = perro en griego. Un concepto y un saber que involucra a un misterioso can brincando bajo el sol y las estrellas de Atenas.

Los filósofos de la antigüedad tenían la costumbre de dar sus lecciones en sitios particulares que se asociaban a la corriente filosófica que representaban. Así la Academia de Platón, el Liceo de Aristóteles, el Jardín de Epicuro. A manera de burla, Antístenes el cínico elige en las afueras de la ciudad un espacio de borde: en el simbolismo urbano el cínico elige los extramuros, el margen de lo social y ciudadano.

El Cinosargo, este lugar del cínico, concentra toda la fuerza del emblema y de una anécdota mítica: Durante el sacrificio ofrecido a Hércules, el dios preferido por los cínicos, un perro venido de no se sabe dónde se habría apoderado con eficaz celeridad del trozo de carne destinado al dios. Rivalizar en impertinencia y ganarle la mano a los oficiantes del sacrificio es razón suficiente para situar al animal bajo auspicios favorables.

Rapiña real y simbólica la del perro de los cínicos. Astuto que va por lo suyo y no ceja en eso.

En el  Cinosargo se encuentran los excluidos de la ciudadanía, aquellos a quienes el azar del nacimiento, la fatalidad de la vida, el delito o accidente habían vuelto indignos de tener acceso a los cargos cívicos o de pertenencia y pertinencia social. La Escuela Cínica ve la luz en los suburbios, lejos de los barrios ricos, en un lugar destinado a los excluidos y no necesariamente arrepentidos.

Un largo rodeo para volver (aunque según yo nunca he dejado de hablar de ella) a la película El Club.

La casa en una caleta olvidada, el grupo segregado reunido bajo ese techo, reglas claras de convivencia y horarios, una pequeña horticultura puertas adentro y una sola ocupación que los reúne activa o pasivamente. Esto es entrenar al galgo, picarlo en la arena de la playa tras las infinitas vueltas de señuelo o hacerlo correr linealmente para fortalecer su velocidad. 

El perro, la carrera, el ganar o perder. La apuesta, eso es lo que cohesiona a los socios del Club motivando actos extremos, desesperados y de presión inapelable.

Así, puesta en muerte de la competencia para siempre y redoblamiento del ostracismo.

También un perro o como un perro el ángel negro que vocifera, recuerda y repite todo eso que no puede ser escuchado y que finalmente vendrá a sustituirse al galgo pero esta vez como quiltro apocalíptico y demente, dando tumbos, exhibiendo la gran herida de la memoria, imposible, corrosivo, como un ángel muerto, convivir en eso y sin olvido, para siempre y sin olvido. Como quien dice: “para ir al infierno no hace falta cambiar de sitio ni postura,” basta con sacrificar a los perros y aceptar a un ángel muerto entre nosotros.