6 de julio de 2015

Antes y después (de ser Campeones)

Por Peter Molineaux

En este amanecer de la semana luego de que Chile es Campeón de América, cuando todavía suena extraña esa frase y se pueden ver aquellos penales una y otra vez sin cansancio, invito a recordar una escena, una noche entre la semifinal y la final:

Señoras con abrigo de piel o señoritas con ollas brillantes gritando desde sus autos en los barrios más privilegiados de la capital. Tuiteros chillando que ellos también tienen derecho a manifestarse. El cacerolazo ABC1 puede intentar comprenderse, primero, desde el punto de vista de los "manifestantes" de las alturas: Nosotros estamos hartos de la delincuencia, que es una forma de injusticia porque se nos viene a robar aquello que hemos adquirido legítimamente. Desde esa perspectiva, interpelar a las autoridades del Estado en una manifestación pública parece tener sentido: se está cometiendo una injusticia, un crimen. Clarito.

En cambio desde abajo, desde abajo a la izquierda, la furia emana con el argumento de que en una sociedad tan desigual, donde los privilegiados de siempre roban con cuello y corbata a todo el resto del país, no deben extrañarse de que les vayan a quitar sus joyas de sangre y sus objetos de ostentación. Clarito.

Un país dividido, con masas marchando por la Alameda sin Delicias, pidiendo la educación que terminaría con las diferencias y, más arriba, las esposas de los ricos protestando con el método que usaron hace ya más de 40 años sus madres y abuelas para quejarse de la amenaza del despoje de sus bienestares de entonces.

Un país fracturado, que paradójicamente se une en torno al fútbol, en la pasión de cantar, como en Brasil 2014, el insistente último verso del himno nacional: "O el asilo contra la opresión, o el asilo contra la opresión, o el asilo contra la opresión."

¿Cuál opresión? ¿De qué opresión canta apasionadamente el hincha pije que pagó la entrada a la Gran Final que cuesta cinco sueldos mínimos en reventa? ¿De cuál opresión canta el pioneta de La Vega que prende fuego en Avenida La Paz para calentar las manos sin importar la preemergencia ambiental? ¿La opresión de la delincuencia? ¿La opresión del peso del saco de porotos? ¿Del Comunismo o del Capitalismo?

No cantan seguramente de la opresión española, que nos cuenta la Historia que inspiró el patriotismo del himno escrito luego del paso de los Libertadores. No. Cada uno canta por el asilo que Chile le da —o debería darle— contra su opresor. Los entusiastas de la dictadura cantaban contra el marxismo. Los que celebraron la democracia recuperada entonaban contra el dictador. Hoy, post-modernismo mediante, cada uno canta por su propia opresión. Opresión en el pecho, por ejemplo.

En El Malestar en la Cultura, ya avanzada su teoría y su práctica psicoanalítica, Freud esboza una tesis simple sobre la aparente paradoja de vivir tan oprimidos por una sociedad dentro de la que de todas formas insistimos habitar: hacer civilización, juntarnos, es la única forma posible de sobrevivir como humanos, desprovistos de garras y pelajes, frente a una naturaleza potentísima y destructiva. La civilización es, también, la única forma de sobrevivir a nuestros propios impulsos —naturales— que tienen como protagonistas a la agresividad y a la sexualidad. Civilizar es juntarse para protegerse unidos contra lo de afuera y lo de adentro: establecer un orden que tiene sin embargo el costo de la represión de los propios instintos para no destruir al otro que, en términos civilizatorios, es también uno mismo. Lo civilizado es, por así decirlo, un asilo gracias a la opresión.

El cacerolazo de los privilegiados se hace caricaturesco —como la señora rica que lleva a su empleada doméstica a golpear la olla por ella— porque la queja del privilegiado es ridícula en si misma. Se quejan de llenos. Pero lo que preocupa, en este asilo largo y angosto, es que aquello contra lo que nos protege la civilización no es compartido. Quizás nunca lo ha sido, pero hoy se pone de manifiesto en la distancia abismal entre la queja contra la delincuencia —que pone al delincuente, al otro, como externo al país que construimos con nuestro esfuerzo (zurdos flojos)— y la protesta contra los abusos de los privilegiados que se hacen hace ya varios años en las calles de todo el país —que pone a esos privilegiados afuera también. Esos dos extremos, incendiados por los tipeos EN MAYÚSCULA de los comentarios de las noticias digitales y las variadas redes sociales aparecen como el reverso del fútbol de la Selección: unificador nacional, que abriga al himno ardiente como no lo hacía nada ni nadie desde los inicios de la Patria.

El caso de Arturo Vidal, que casi muere en la velocidad del ascenso desde un destino cerca de los márgenes hasta el privilegio mundial, muestra el filo de esta partición. "Te vai a cagar a todo Chile" decía El Rey Arturo al Carabinero que lo arrestó en la fase de grupos. Exige un privilegio y el sargento —afortunadamente— ejerce lo que puede juntar de ley civilizante en el país y lo lleva detenido. Sampaoli, para sorpresa de todos, ciertamente incómodo, pero intentando hacer uso de su posición política para salvar la situación, dice la palabra inclusión para que nuestro caballo de pura sangre que había estrellado su caballo rojo la noche anterior pudiera seguir adelante. Y siguió. Y esa inclusión cambió la historia repetida y repetida por los cien años del fútbol chileno. Ese acto permitió ser Campeones. Se reintegró ese impulso mortífero de Arturo a una estructura civilizada. 

Ese acto marca, como dicen los comentaristas deportivos, un antes y un después. Una forma de tramitar los impulsos que los incluye, a un costo, en un colectivo. El costo que pagó Vidal fue, seguramente, la vergüenza. Lo que recibió y debió dar al grupo fue confianza. 

El antes y el después de la fraccionada civilidad chilena no se hace aún. Estamos más cerca de construir un muro en el Cantagallo para hacer dos asilos contra opresiones distintas. Pero quizás haya un punto de inflexión, un gesto civilizador. Y quizás no. Quizás sigamos en el país de la desconfianza y los sinvergüenza.

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