9 de marzo de 2016

Sirve para otra guerra

Por Peter Molineaux

Una escena el domingo al atardecer: Hay una van de Carabineros afuera de la Embajada de Argentina en Vicuña Mackenna, frente a Almirante Simpson. Hay cuatro o cinco policías al lado del vehículo, haciendo guardia/conversando. Pasa una micro del Transantiago llena de barristas de Colo-Colo, cantando, colgando de las puertas. Tiran un objeto contundente (¿una piedra?) a un auto en la vereda del frente. Chilla la alarma. Veo a los Carabineros subirse raudos a su vehículo junto a los que ya ocupaban la patrulla (otros cuatro o cinco) y pienso automáticamente, con una moralina moderna: "ahí van, a perseguir a los malhechores..." Pero pasan los segundos, después un minuto y no comienza la sirena ni la persecución esperada. Pasa otro bus repleto de garreros golpeando la carrocería de la máquina pública. Otro minuto. La patrulla inmóvil. La alarma del auto apedreado aullando. 
Luego, terminado el peligro, silenciada la alarma, veo bajar uno a uno a los Carabineros de su vehículo, ponerse nuevamente sus gorras, retomar su guardia. Lentamente me doy cuenta de que no se habían subido a su vehículo–¡raudos!–para detener el crimen, sino por temor a ser atacados, para defenderse a si mismos de la horda desatada...
No culpo a los pacos por cuidarse, por supuesto: son un blanco jugoso para esa muchedumbre. Pero así están las cosas: el retorno de lo reprimido pasa pulsando por las arterias de la ciudad y el órgano represor arranca, se esconde, respira mejor cuando pasa eso que está llamado a aplacar. 

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